sábado, 22 de noviembre de 2014

Ayer cuando aún vivía





Ayer cuando aún vivía, los geranios de la entrada estaban mustios y secos, llenos de palomillas blancas. Y la bugambilla que todos los inviernos se helaba, hoy que estoy muerto, luce su rojo violáceo a los vientos de una hilera de cipreses refractarios. El espacio, que para mi queda, es estrecho y escaso como el pan en tiempos de racionamiento. La habitación es húmeda, muy húmeda, no da el sol en todo el día. La ropa, si me la pusiera mañana, no podría, de tiesa y helada, parece cogida a medio secar del tendedero.

El suelo cubierto de polvo, lleno de enredos. Las camisetas, los pañuelos, pantalones y calzoncillos, tirados en un rincón. El armario cerrado, abarrotado de mantas, sábanas, ropa de mis nietos y otras personas que no conozco. Cosas que no son mías. La cómoda, un gran armatoste de mi bisabuela, a base de remaches en donde madre guardaba las sábanas, las cortinas, las toallas, las mantas, las cartas, los besos de aquel joven que luego sería padre de sus hijos... Los cajones encasquillados y repletos pesan un quintal, no hay quien los abra. Y si lo hiciera, tropezarían con el larguero de esta cama que parece de piedra. Y la cama no se puede correr más, porque tropieza con la pared impertérrita.

Esta habitación está llena de recuerdos de otros. Yo no me encuentro. Retratos ajenos cuelgan por todas partes. No me reconozco en ellos. Un buen sitio para desahogo a tanto embrollo podría ser la parte superior, pero su base de mármol ya está ocupada por los queridísimos recuerdos de mi madre: una gran fotografía de la primera comunión de su hermana, otra no menos solemne de la boda de no sé quien con cara de muñeca de porcelana. Queda también sitio para otras fotos, otras lápidas, epitafios y crucifijos: una muchacha vestida de novia con su padre cogida del brazo, camino de la iglesia; otra, de toda una familia delante de la virgen de Fátima. No falta sitio tampoco para un gran cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, puesto en el centro de esta sala múltiple, llena de hornacinas negras. En la parte inferior de esta estampa, si tuviera los ojos abiertos, leería en letras góticas y reales: Esta familia se consagró al Sagrado Corazón de Jesús el 17 de Abril de 1953. Por respeto a mi madre y a sus antepasados, no me atrevo a quitar este cuadro. Y así es como todas las noches soporto incruento la mirada mayestática y cétrica de esta imagen, que con sus manos llagadas, frías y acartonadas no acaba de mirarme nunca.

Nada de lo que hay en esta habitación me pertenece, salvo un despertador, la radio, y un flexo. Son las cosas más íntimas, las únicas que me llevan y me traen a mi mismo, cuando en la noche me desvelo. También me desvelo de día, pero la luz del sol disimula mis miedos. El reloj lo llevo conmigo allá donde quiera que vaya. Tiene forma de payaso. En su barriga se acomoda una reluciente esfera de números fluorescentes. Todos lo rechazan por estrambótico y anticuado, por el ruido de su segundero. Para mí es un buen despertador con grandes zapatones, su tambor rojo y pantalones de tirantes a lo loco. Me recuerda a cada momento que estoy muerto. Ellos odian el reloj. Dicen que les quita, que les arrebata el tiempo. Yo en cambio espero que este trasto pueda despertarme un día. El transistor es pequeño. Duermo con la radio pegada a uno de mis oídos. Para coger este sueño eterno del que gozo, necesito de la frecuencia boba y modulada de una buena música. Y en cuanto al flexo, lo tengo cerca de la cabecera. Lo enciendo tres o cuatro veces cada mil años para encandilar a las sombras de esta tumba donde estoy metido.

También tengo un perchero de brazos, de esos que arrancan con tres patas desde su pedestal apocalíptico. Para mi no es importante, ni mucho menos imprescindible. Las cosas que en él cuelgo, el macuto con mis documentos, el deneí, la partida de nacimiento, la cesta del mercadona, y el sombrero para el sol,  ya no me valen, no los necesito. Tiene este perchero cuerpo de ángel, parece de bronce, hecho a conciencia, con sus alas de volar que no se cansan, siempre abiertas a la nada, al nivel freático, a los estratos dosificados del barranco de los muertos, de la tierra y su fosilización incansable. Esta habitación no tiene ninguna ventana al exterior, a la luz del día. Tanto la puerta, como el pequeño ventanuco que dan al infinito, a un noviembre interminable, ambos están tabicados por el silencio, un silencio oscuro, incapaz de decirme que lugar es este. Aunque quisiera no podría derribar este silencio de cal y cemento donde estoy metido.

Y junto a mi, tan pegada a mi, que me confundo con ella, hay una gran caja de madera. Un un día tendré que abrirla, para saber quien, demonios, hay en ella.


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