
El cura desde el presbiterio abstraído en sus rezos no se dio cuenta de los portadores. Pero al coger el hisopo para rociar de agua bendita el féretro vio claramente quienes eran los que llevaban la caja. Y de golpe interrumpió el responso para decir en seco:
“Dejen ahora mismo el ataúd, que a ustedes no se les permite cargar sobre sus hombros el cuerpo de ningún difunto.”Alguien desde el primer banco suavemente sugirió:
“No es un hombre el fallecido. Es mi hija asesinada ayer en el descampado de "la muela". Y su madre y sus tres hermanas quieren ellas mismas llevarla al cementerio. Mujer es la muerta, ¡pues que la lleven mujeres!”A pesar de la claridad de estas palabras, el cura insistió en que se cumpliera la tradición. Nadie sacaría de su iglesia un féretro que no fuera llevado por hombres. Y apostilló su mandato con bíblicas palabras:
“El Dios de la justicia y la igualdad no distingue de sexos. Que allá en el cielo nuestros cromosomas, masculinos o femeninos, todos valdrán lo mismo. Es decir nada, de nada.”Pero el hombre no parecía convencido. Y replicó:
“Por eso mismo, señor cura, porque mi hija, aunque muerta, aún está entre nosotros. ¡Y serán su madre y sus hermanas las que la lleven sobre sus hombros de seda! Y perdone, padre, que le diga, que ustedes la Iglesia actúan como si la tierra fuese su cielo particular. Que el mundo no es una teocracia. Y así andan, y lo confunden todo: abusos a menores, crímenes, justicia, pecado y abortos.”
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