viernes, 21 de diciembre de 2007

Pessoa fingidor


Había yo escrito sin hache un verbo. Más de setenta veces siete me mandó el maestro que escribiera en la pizarra "las palabras huelen a lluvia".

Y por más que releía las copias ningún perfume emanaba de ellas, que sólo olían a tiza desgastada. Las palabras cansadas se acababan en sí mismas. Que no por mucho que Proust nombrara a su querida Albertina vio el cuerpo vivo de su amada muerta.

Hay quienes dicen que son lo que escriben. Controlan sus palabras. Domesticadas. Hasta el punto que entre lo que piensan y lo que dicen no hay discrepancia alguna. Son ortodoxos y honestos. ¡Suerte que tienen!

Pero los hay también quienes jamás fuimos respetados por las palabras escritas. Nunca la carta me devolvería el beso que le pedí ansioso a la muchacha de aquel verano de melocotones frustrados.

Mis palabras me traicionan, son lo que no dicen, lo que mienten, lo que crean, mis sueños rotos, son mis súplicas no escuchadas. Y no soy yo el que contra la verdad se rebela, son mis palabras las burladoras.

Lo mismo un día soy Napoleón en tanga, que otro Marco Aurelio de temporero en Africa recolectando higos chumbos con las nalgas.

Pudo decir un poeta "yo no sé lo que soy hasta que no me lo dicen mis palabras ya escritas, engañosas y mudas".

Y es que en esta complicidad ambigua de las palabras es donde anda la grandeza del juego en la literatura. Y me vienen ahora a la memoria aquellos versos de Pessoa:

"El poeta es un fingidor que finge constantemente,
que hasta finge que es dolor, el dolor que en verdad siente.
Y, en el dolor que han leído, a leer sus lectores vienen,
no los dos que él ha tenido, sino sólo el que no tiene.
Y así en la vida se mete, distrayendo a la razón,
y gira, el tren de juguete que se llama el corazón".