lunes, 13 de octubre de 2025

El Descubrimiento


 
Las palabras mienten más que hablan. Ayer la gama privilegiada de nuestra insigne patria celebró con un musculoso desfile militar la Fiesta Nacional: La conmemoración del descubrimiento de América. No hay nada como una mentira para encubrir la verdad de los hechos, para tapar la equivocación de una infamia. Los historiadores luego vendrán a decirnos que antes de prejuzgar cualquier acontecimiento pasado, deberíamos analizar la historia ciñéndonos al contexto aquel en el que tuvieron lugar los hechos: alarde de poderío de una hispanidad invicta, de una raza prepotente y okupa que se encumbró con el saqueo de unas tierras precolombinas que por derecho propio pertenecían a sus moradores. En esta fiesta nacional eché en falta el agradecimiento a aquellas gentes que nos permitieron llenar nuestras arcas con el oro y su plata, sus valores, con su diversidad inclusiva, sus acentos, su sensibilidad y arrojo.

Ayer debimos celebrar además otro descubrimiento, un descubrimiento a la inversa: contemplar aquellas mismas gentes de aquellos países latinos, y no sólo latinos (como el Magreb), que allá descubrimos; pero descubrirlos ahora, acá conviviendo con nosostros, personas que tuvieron también la valentía de cruzar mares y desiertos a riesgo de sus propias vidas, en busca de las mismas especias y otros enseres y mercancías que nosotros fuimos otrora a conquistar en sus propiedades de origen. Debiéramos estar enormemente agradecidos. Disculparnos si no fuimos del todo correcto con ellos. Resarcir nuestro espolio, mostrarles nuestra gratitud por su contribución a nuestro erario público, al cuidado de nuestros mayores, al trabajo penoso que nosotros a veces eludimos: asfaltando carreteras, doblando el lomo entre plantaciones, recogida de frutas y verduras a pleno sol y escapadas. Por poner un ejemplo: los albañiles que, hace tan sólo cuatro días, murieron bajo los escombros del edificio de la calle de las Hileras, en el mismo centro de la Puerta del Sol de Madrid, respondían al nombre de Moussa, Alfa, Jorge, Laura. Casi todos ellos eran emigrantes, oriundos de aquellas tierras que nosotros erróneamente descubrimos.

viernes, 10 de octubre de 2025

La paloma y el olivo


Paz. Paz para los muertos. Y para los vivos, la sumisión y su derrota. ¿Qué comité del mundo pondría a un perro asilvestrado a cuidar de sus ovejas? Las hojas de la olivera me miran inquietas. No me fio de esta tranquilidad impuesta. Un gato inmóvil me mira como si yo fuese también su presa, pájaro incauto, sobre las ramas desconfiadas de un olivo en Oriente Medio.

La hojas victoriosas del laurel sobre la cabeza del César aletean cómplices su Nobel y atroz trofeo cargado de dinamita. Los brazos del árbol, hisopos que esparcen su paz augusta como cabezas de ajos sobre la devastación endemoniada de todo un pueblo sufrido y bendito. Y en el trajinar profundo y silencioso de las raíces de este olivo milenario quisiera yo escuchar, en esta mañana de armisticios interesados y optimistas, el zurear alegre de un nido de palomas blancas sobre las cumbres borrascosas de un monte Ararat en bancarrota.

miércoles, 8 de octubre de 2025

El crisol de la lectura


 
Tu lenguaje era soez, provocador, duro. Tus palabras me repugnaban hasta el delirio. Tus frases me golpeaban hasta sangrarme. ¿Cómo es posible que un hombre tan falso y cruel hablando, pudiera ser tan bueno escribiendo? ¡Cuánto más te escuchaba, más lejos de ti me encontraba, más ofendida me sentía. En cambio, cuando luego me enviabas aquellas misivas de amor tan ardiente y apasionado, más me seducías, más te deseaba, y estar junto a ti quería. 

Al pasar por el crisol de tu escritura tu perversa e insidiosa palabrería, yo descubría entonces tu inmensa prodigalidad y nobleza, yo por ti me desvivía, y veía salir de la pluma de tu boca la sinceridad de tu diáfana mente, la ternura de tu corazón transparente. Y en la dulzura de tus renglones escritos saciaba yo mis deseos infinitos de estar junto a ti. La bondad de tu alma endulzaba mi lectura.

Decidí pues separarme definitivamente de ti. Y mantenerme por siempre a ti atada sólo a través de nuestra cartas.

sábado, 4 de octubre de 2025

Mi peor enemigo


Roque se mostraba siempre enfadado con de todo el mundo, y a todos nos maltrataba con sus continuos estufidos. A pesar de ello, yo siempre consideré a Roque como mi mejor amigo. Si Roque se sentía a disgusto con nosotros era porque en el fondo no se llevaba bien con él mismo. Y como niño revoltoso a quien su padrastro lo dejaba solo en el cuarto oscuro, rabiaba Roque como un condenado cuando con él no había nadie. Odiaba estar solo. Cuanto más independiente y libre se creía, más falto de compañía se sentía. Desde aquel día, que harto de sus desplantes, le dije: naciste solo y te morirás solo, procuraba Roque estar siempre acompañado. ¿Y quién de buen grado aguantaría su presencia con persona tan asocial y malhumorada? Yo le volví a decir: Amigo, la muerte es muy cobarde, si te encuentra solo, pronto vendrá a buscarte. Y viéndose desasistido y abandonado de su familia y amigos, para salvar su pellejo y no quedarse solo, Roque adoptó un perro.

Roque bien sabía que él no era su perro, como tampoco el perro tenía conciencia de que un día se moriría sin remedio. El perro en cierta medida era más feliz que su amo. El animal no tenía conciencia de su irremediable muerte. Allá donde Roque iba, siempre se hacía acompañar por su perro. Sin su mascota se sentía frágil y vulnerable, inseguro e insociable. El perro le ayudaba a entablar relación con la gente.

Pero un día, un fuerte dolor de estómago obligó a Roque a dejar solo su perro. Se trataba de una operación no muy complicada: le extirparían a mi amigo ese quiste del intestino innecesario para seguir vivo, el apéndice. Y ante de irse al hospital, para que el perro sintiera la presencia de otro acompañante afín, colocó el gran espejo del cuarto de baño en la cocina, frente a su colchoneta, donde el perro pasaba la mayor parte del día.

Roque había oído decir a su hermano mayor, graduado en psicología animal, que los perros no tienen clara noción de ellos mismos. Cuando se miran en el espejo no se reconocen. Roque, confiado en que su estratagema daría resultado, entró tranquilo en la sala de operaciones donde ya le esperaba el equipo médico. La intervención quirúrgica fue simple. En un par de días le dieron el alta. Y raudo Roque regresó a casa. Se extrañó que el perro no saliese a recibirle. Mi amigo fue a la cocina donde había dejado al animal delante del espejo, y Roque se encontró con la escena: su perro muerto en el suelo en medio de los cristales rotos del espejo.

Lo que Roque nunca supo es si fue su perro el agredido, o el agresor. ¿Cuál de los dos perros, el suyo o el proyectado en el espejo, había sido el responsable de tan horripilante infortunio? Y Roque, como quien recibe milagrosamente una revelación de lo alto, exclamó: No hay peor enemigo capaz de acabar con nosotros que uno mismo.

martes, 30 de septiembre de 2025

Arriba parias de la tierra

 
En su discurso de ingreso en la academia de la lengua, (Enero. 2010), Soledad Puértolas se detiene en los personajes anodinos: De los cuentos... me fijaba sobre todo en aquellos personajes que se quedaban un poco atrás, un sapo desorientado, un elefante patoso, una gallina de plumaje deslucido.

Y ese amor particular que Soledad muestra por las personas marginales, esos mártires anónimos que en la escritura alimentan y dan realce al personaje central, se detiene Opekú esta mañana. Y se abraza a esos nombres ordinarios, (¡tan identificado se ve en ellos!), como si en sus historias irrelevantes le fuese la vida. Y es que los asuntos simples, insignificantes le resultan propios, cercanos, íntimos y esclarecedores. Le hacen pensar más los refranes sin ton ni son de un Sancho Panza, los cadáveres sin identificar en las cunetas de las dictaduras, la cabeza hundida contra el suelo de una mujer sin nombre, allá en el laberinto de una mina, los discursos de un mendigo..., que las lecciones magistrales de un emérito catedrático de la Sorbona. Y sus lágrimas se confunden con las carcajadas de un beodo vagabundo, y los huesos sin afiliación alguna de las Catacumbas de París le conmueven más que las penas de un mar inmenso en los ojos fieles de la inolvidable Penélope de Odiseo.

Nadie se acuerda del droguero que le vendió los colores a Durero para pintar de atrevido deseo a su Eva transparente. ¿Y quién se acordaría del dueño de aquella pequeña tienda de comestibles de la calle Fruterías, colapsado por la euforia capitalista de unos grandes almacenes?

A Opekú le seduce el anonimato callado y solitario. La marginación, no teniendo nombre, no siendo ninguno, nadie, aquel, ni el otro, le atrapa. Y nunca mejor le vinieron como anillo al dedo los nombres escondidos de tanta gente buena, para darse cuenta que dentro de ellos se encuentra la levadura, el epicentro, ese tesoro oculto y profundo sobre cuyas cenizas olvidadas, emergerán mañana las montañas de un nuevo día.