martes, 8 de julio de 2025

Virgilio y Dante encariñados


El marido, antes de abandonar su casa, a los pies de la estatuilla del recibidor dejó una nota a su mujer: Yo nací libre; y para vivir libre me largo a la soledad de mis campos. Ella buscaría luego a su marido por todas partes: en la espesura de los cipreses de la valla, en las palmas de las manos de la higuera, entre los pliegues del suave verde del alba, en la partitura de los cables de la luz bajo la batuta de una pareja de tórtolas encariñadas, en la crin de los caballos rizados de un mar blanco-cálido. La buscó también en los dorados del trigo de La Mancha, entre el amarillo al atardecer de los soles de Van Gogh.

La mujer despechada bebía a todas horas el cáliz de su pasión amarga: su querido Dante. La ausencia de su amor fugado la llevó día y noche a buscar hasta debajo de las piedras. El amor nos mueve, le dijo el marido el día que en el palacio arqueológico de la calle Serrano se prometieron ante la estatuilla de Reshef, el dios fenicio que bendijo su casamiento. La mujer estuvo hasta la madrugada por los bares del puerto, buscando en los rostros de cualquier pescador furtivo la cara de su vientre, de su Dante, de su pensamiento, corazón y guía.

Ya levantado el día llegó rendida a casa. La fatiga, el dolor y la malquerencia la dejaron privada de su lucidez acostumbrada. Y al pasar por delante del espejo del recibidor vio en el cristal el rostro proyectado de su Alighieri querido. La mujer volvió atrás su mirada para tratar de averiguar si aquella bella cara que desde el brillo cristalino le miraba fijamente se correspondía con la de su marido. Nadie que pasa por un cristal se deja su imagen allí olvidada.

Y, ¡Oh su sorpresa! Allí mismo en el rincón del pasillo, en la puerta misma de Los Infiernos, encontró la mujer a su marido y al poeta Virgilio, los dos acaramelados.

sábado, 5 de julio de 2025

Un texto o un dibujo



Llevaba conmigo un dibujo y un texto. Tanto la ilustración como el escrito, ambos reflejaban la original y encomiable manera de ser de la pastora Marcela. Y don Quijote me dijo:
Si quieres que lleguemos a salvo a la otra orilla de este río, deberás, buen hombre, elegir entre la ilustración de esa mujer que traes de Gustave Doré, y el recorte escrito en el que mi señor creador-cervantes describe a esta señora de bandera que con tanto celo atesoras, no vaya a ser que de tanto peso este barco encantado de la vida en el que vamos navegando se hunda por los siglos de los siglos.
Me dio pues Alonso Quijano a elegir entre la escritura y la pintura, entre la Marcela a campo abierta escrita, y su retrato. Y escogí la escritura. En primer lugar, porque trasladar a un lienzo o a un papel la hermosura de esta mujer libre en su soledad se me da fatal. Prefiero el discurso que de sí misma esta señora hace en el Libro Primero del Quijote. La palabra, principalmente la escrita, labrada con la pluma-arado del corazón y el pensamiento, me adentra en el profundo y claro significado de lo que dice y me sumerge mejor en la esencia de su verdad y su belleza. Sí, ya sé que lo que digo es subjetivo, y podría ser defendido y argumentado a la inversa: porque tanto el dibujo como el texto nos pueden llevar a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma, a su morada primera.

Un día alguien me dijo que la imagen precede a la palabra, que lo escrito es tan sólo un comentario de la pintura. Una imagen vale mil palabras. Pero yo insisto: cuando leo El ingenioso hidalgo, y lo veo enriquecido con esas ilustraciones de Gustave Doré, que aún siendo sublimes e insinuantes, me quedo mejor con el texto, pues no es lo mismo un dibujo de los molinos de viento, que sentir los aletazos de sus aspas escritas en el cuerpo maltratado del hidalgo de la Mancha. La pintura congela con sus colores la belleza del momento que dibuja. En cambio, la escritura traspasa, trasciende lo particular y concreto que nos cuenta y lo convierte en sueño, en deseo, un fluido-vida que se escapa del instante y desata sus palabras dejándolas volar al albur de lectores eternos, palabras que sugieren con su no decir mostrado, y me introducen en un mundo de posibilidades inabarcables. Si el pintor pinta un almendro y me deleita con sus flores, un texto me regala sus colores infinitos y me ofrece su perfume inenarrable.

martes, 1 de julio de 2025

La casa de los nueve pisos



Tendría que preguntárselo a Fréderic, aquel amigo del instituto que quiso aventajar a Freud a la hora de descifrar los sueños de quienes acudíamos a él para que desentrañara las ensoñaciones de unos alucinados muchachos en busca de un mejor futuro. Pero es imposible. A Fréderic lo perdí de vista en mi juventud, se le atragantó un sueño en plena noche, y del susto no logró despertarse, por lo que me vi privado del lujo de entender lo que mi cabeza sueña desde entonces. Aunque por desgracia o por ventura, hoy no necesito su ayuda, puesto que lo que soñé anoche no responde a un sueño sino a lo que realmente me sucedió a la mañana siguiente.

Antes, los sueños se me adherían al alma con esos claros colores del alba, preñados de rocío y esperanza. Hoy los sueños rara vez me visitan; y si lo hacen, como el de la casa de los nueve pisos, me vienen envueltos con la arpillera mojada de la realidad que me horroriza y detesto.

Habité yo anoche en el sueño de un tiempo etéreo e indefinido, sin saber ni mi edad, ni mi estado, ni mi oficio, así como sin reconocer tampoco que el lugar donde se desarrollaba el sueño era la casa de los nueve pisos, mi propia casa. De repente, desde la última planta del edificio, (miento, aún más arriba), desde aquel trastero de la azotea con forma de destartalada giraldilla, cercada toda ella por una verja circular de barrotes de hierro, salían a borbotones voces de espanto y angustia. Desde lo más alto, el tragaluz absorbía la luminosidad del exterior, para a su vez proyectar su claridad, ya muy mermada, a todos los que a diario subíamos por las escaleras de aquella casa que para colmo carecía de ascensor. Aquella especie de claraboya se divisaba desde cualquier rincón donde uno estuviera, incluso más allá del río, que cruzaba la ciudad cual sigilosa culebra en busca de los huevos de los patos negros que anidaban entre las rocas de la orilla del malecón a su paso por el colegio de los Hermanos Maristas. La claraboya miraba a todas horas con recelo y vértigo, allá abajo el empedrado de Burruezo, el callejón que bordeaba nuestro edificio. El clamor de las voces ¡por favor, si hay alguien por ahí abajo que suba, me he quedado encerrada en el altillo de la azotea! no cesaban. Como buen hijo de vecino me dispuse a prestar socorro a quien con tanta urgencia suplicaba ser rescatada. Incluso más celeridad impuse a mis pies al trote al distinguir que las voces procedían de una chica, que me pareció ser la de la hija de doña dentista, la que tenía su clínica en el entresuelo. La llamada de auxilio también la oyó Julián, el portero de la finca, un señor rechoncho y perezoso, que bostezaba nada más cualquier vecino solicitaba su ayuda. Este hombre era incólume y eterno como las estatuas, siempre apoltronado en el sillón verde de su garito. Ya estaba allí cuando mis padres recién casados se vinieron a vivir a la Segunda Planta. Puerta B. El portero se levantaba de su sitial de cuero de once a una de la mañana, como los notarios, para dar fe con su abultada presencia, que contra las irreparables incidencias y averías reclamadas, nada se podía hacer. Y con el aplomo consustancial que le dotaba su solemne gordura sentenciaba: Llamen ustedes a la compañía aseguradora del inmueble. Pero no así procedía ante cualquier joven criada; pues sin ésta abrir la boca, allí estaba diligente, Julián el portero, para ayudarla a subir el carro de la compra los dos escalones escasos de la entrada del edificio. Julián, al escuchar los alaridos de socorro y saber también que pertenecían a la señorita Cora, se dispuso a subir detrás de mí (con la parsimonia propia que sus carnes abultadas se lo permitían), hacia el último tramo de la escalera de donde venían las incesantes y apenadas llamadas de socorro. Conforme íbamos escalando la inacabable cima de la montaña de aquel austero caserón revestido de ladrillo visto, las voces de la supuesta muchacha se oían más débiles. Cuando lo suyo debería ser lo contrario: cuanto más cerca, más angustiosas y plañideras deberíamos escucharlas.

De saber que las voces desconsoladoras no pertenecían a la señorita Cora, tal vez ni el portero ni yo nos hubiésemos molestado en acudir a su demanda con tanta presura. ¿Y si aquellas voces pertenecían a otro inquilino, o tal vez a algún chiquillo atrevido o despistado que se hubiera colado al edificio para presumir ante sus colegas que había estado en lo más alto de la terrible casa de los nueve pisos? Las voces poco a poco dejaron de resonar en nuestros oídos. No me explico cómo Julián pudo adelantarme. Le bastaron cuatro zancadas para abalanzarse hasta la misma verja de barrotes que rodeaban la giraldilla, ese tragaluz que desde el cielo proyectaba por el hueco de la empinada escalera su claridad cada vez más oscurecida sobre nuestros cuerpos expectantes, cuando escuché maldecir al portero Julián: ¡Diablos qué ha pasado aquí! Uno de los barrotes de la verja había sido doblado y ensanchado de manera que alguien pudo entrar en el interior de la celdilla del tragaluz que corona las nueve plantas del edificio más alto de la ciudad. Julián, a pesar de su grosura pudo acceder a su interior. Y de nuevo, más fuerte que nunca, volví a escuchar los mismos aullidos de antes, pero ahora los ecos sonaban sarcásticos, provocadores. Nuestro temor se convirtió en pánico, y el pánico en embestida. Julián pudo hacerse con aquella persona, si es que aquello era persona, y no una figuración mía. Vi al portero enloquecido de rabia. Cogió aquel pingajo de los sobacos y antes de arrojar su cuerpo al precipicio del callejón Burruezo: exclamó: ¿por qué, diantres, nos has engañado? Yo, estando en el interior del edificio, no pude ver si el cuerpo de Cora o lo que aquello fuera, era la hija de la dentista del entresuelo. Bajé a todo trapo las escaleras, entré en mi casa, el Segundo B, y no quise saber nada de lo ocurrido. Luego me desperté. Me sentí como un pingajo, un cobarde por no haber sido capaz de defenderme de un sueño que tal vez pudo ser realidad.

viernes, 27 de junio de 2025

Equivovado


Se equivocó de hora. Llegó a su última cita antes de lo que él quería. Se equivocó de Iglesia. En aquel templo no veneraban al santo de su devoción sagrada. Sus rezos eran marchas militares. Servil y atea, su fe. Tampoco allí honraban, ni exequiaban a los que morían antes de su partida. Se equivocó de era, de ara, de trigo y de almazara. Los trabajadores ya no eran obreros, todos eran clase neutra: ilusos que a sus verdugos ovacionaban. Y en lugar de levantar el puño y sus hoces por encima de los orgullosos montes, doblaban sumisos sus patas ante el imperator Manasés, el cortijero más malo de los infiernos.

Y sus braceros llevaban un hacha y un haz de varas en la solapa. Ellos mismos se costeaban la metralla con la que al día siguiente por el patrón serían fusilados. Se equivocó de pueblo, de plaza y de Parlamento. Más que foro, acogida y ágora, el Senado era un corral de vacas locas, todas ellas infectadas de encefalopatía bovina. Se equivocó de Dios. Se pasó tres calles. Perdió tres credos: su divina esencia, el bien común y su conciencia. En los fielatos le hicieron pagar más aranceles que pelos tiene un gato. Se equivocó de paloma. Borraron de sus alas las interjecciones, los colores y su vuelo, las vocales y su acento. Se equivocó de oficio. No había nacido para ser soldado, para matar equivocado a sus hermanos. Se equivocó de huestes. Esclavo de un batallón de fanáticos otanianos. Sus himnos y banderas homenajeaban a Marte. Se equivocó de si, de ti, de aquel, del otro. Confundió la velocidad con el tocino.

Quiso corregir su equivocación, enmendarse. Pero para entonces ya fue tarde. Llegó a su postrer encuentro mucho antes que él mismo. Falleció tres días antes de su propia muerte. Y esto no es lo más triste y sorprendente, sino que al llegar a su tumba, allí tumbado yacía antes de que le enterraran. Una cosa es estar muerto y otra no estar vivo. No vivir es vivir en vilo, un sin vivir sintiendo antes de morir tu propia muerte. En cambio, estar muerto es sentir la ausencia feliz de haber vivido.

martes, 24 de junio de 2025

Entre el miedo y la esperanza

 


Estoy convencido de que se aproxima una Tercera Guerra Mundial; a diferencia de las anteriores, el campo de batalla será todo el planeta y, por primera vez, incluirá territorio estadounidense; por muy sofisticada que sea la tecnología militar y la Inteligencia Artificial que la sustenta, se necesitarán soldados sobre el terreno que morirán por millones, junto con poblaciones civiles inocentes más que en ninguna guerra anterior; estos soldados serán jóvenes y no los señores de la guerra. (Boaventura de Sousa Santos. Sociólogo. Profesor catedrático jubilado. Facultad de Economía de la Universidad de Coímbra (Portugal)


Tengo yo un amigo que cree a conciencia en la bondad natural del ser humano. Todo tiende al bien. Se define seguidor de aquellos que afirman que el universo en su conjunto se dirige a su perfección última. Mi amigo es optimista por fe y por naturaleza. Partidario de la evolución, no por snobismo, o por una falsa filosofía friqui impostada, sino movido y convencido por la misma experiencia histórica de los hechos. La especie humana y el mundo en general no hubiesen alcanzado el grado de progreso y transformación en el que nos encontramos, sino fuera por esa tendencia real y metafísica de las cosas que desde el alfa se encaminan hacia la omega de su imaginable y posible utopía. Tal vez por ello, mi amigo sea un luchador nato por la paz, la razón, la defensa de los más desfavorecidos, contrario a cualquier tipo de práctica y gobierno, basados en la mentira, el interés propio, enemigo a ultranza de los nuevos imperialismos emergentes, absolutistas y reaccionarios.

Con todo este arsenal de buenas ideas e intenciones, mi amigo últimamente me tiene un tanto confundido. Los acontecimientos bélicos, la intermitente confrontación supremacista, la violación flagrante del derecho internacional, la alocada degradación ética y política de los grandes mandatarios... lo llevan a mal traer. Está enormemente preocupado por la individualista y deteriorada situación actual del planeta y por la perverseión de la conciencia de quienes lo habitamos. Y no es que mi amigo se haya retractado de sus anteriores propósitos teleologicistas, rousonianos, ilusionantes, sino al contrario, lo veo más motivado por sus propias convicciones, y más ahora, a la vista del posible Apocalipsis nuclear que atravesamos y al que gente mala quieren arrojarnos. Y me comenta cual engañado milenarista: Es bueno que todo acabe para que un nuevo ciclo comience con renovado brío.

Tal es el terror y la oscuridad que envuelven nuestros días, que mi amigo presiente que estamos al final de una era. Y de alguna manera yo también me siento identificado, identificado y escandalizado. Me cuesta trabajo estar de acuerdo con aquellos que dicen: ¡Cuanto peor mejor! Y así se lo hago entender: las profecías apocalípticas de hambre y futuras guerras nucleares, me sobrecogen, me dan miedo, me ponen los pelos como escarpias. Y mi amigo desde su confiada y espiritual creencia, intenta levantarme el ánimo, y me aclara la genuina acepción semántica de la palabra apocalipsis: Apocalipsis, amigo, significa más bien revelación y luz acerca de algo que anda escondido. 

Y así entre el miedo y la esperanza nos despedimos en la noche bajo las estrellas de su huerta.