Hay quienes con sólo mirar el fuego, oler una rosa, contemplar el tejer de una araña, ver parir una cabra, se les abre el culo, que es lo mismo que decir, pero de forma más relamida, que se les deshincha de gozo el alma.
Pues bien, a mí me pasa lo mismo cuando veo mi nombre escrito aunque sea en el mármol de mi tumba. Hay quienes presumimos de nuestro nombre en las tapas de un libro, al pie de unos versos, en las redes sociales. Y cual narcisos ante el espejo de una charca se nos desparraman las carnes y nos relamemos de gusto, saboreando cada una de nuestras letras impresas en la fragilidad de un papel o en la vulnerabilidad digital de una pantalla. Presumimos de amigos miles, que ni conocemos ni sabemos cómo se llaman.
Mi amigo no es escritor, ni siquiera grafitero, es un analfabeto confeso, por eso no siente esas ganas infinitas de inmortalizarse en unos grafemas para él ininteligibles y perecederos. Aunque le diesen hechas ya sus letras de molde, ni sabría siquiera ponerlas en orden. Mi amigo la única inmortalidad que conoce, que vive y que siente como un orangután que se come feliz un plátano a media mañana en medio de la selva virgen, es vivir el presente sin hipotecas ni avales.
Mi amigo se escandaliza de aquellos que en aras de la perpetuidad, los anales de la historia, la memoria... nos privamos, o al menos no nos gozamos con observar el impecable tejido de una araña, presenciar el parto de una cabra, oler una rosa, contemplar, abrigados en una noche de frío, los sueños del fuego, frente a la chimenea de un mundo que se autoconsume a sí mismo.
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