Escribir es profundizar, preguntarme por las riquezas profundas y desconocidas del ser humano, de la naturaleza, de la historia. Intentar desvelar sus secretos. Exteriorizar lo íntimo, el tesoro de la vida, tratar de descubrir la verdad (si es que la hubiera) y relatarla. Que las palabras escritas me dieran a conocer su cara, su esencia. Esa sería mi dicha y consuelo y también mi deseo: con palabras de Octavio Paz, poder tocar lo impalpable.
En los momentos críticos de la vida siempre me da por escribir, como si las letras fuesen un microscopio a través del cual pudiera vislumbrar lo que pasa y me inquieta, lo que no comprendo. Escribo para curar mis heridas en medio de la batalla. Bálsamo de la pluma. Escribo cuando amo, cuando muere o nace un niño, cuando hace frío y se hiela la flor del hibisco, o hace mucho calor y se quema el naranjo.
Cuando la realidad no me convence la coloreo a mi gusto. Allí donde no llega la política, ni la historia, ni el positivismo, ni siquiera la lógica, entonces yo acudo a la imaginación de las letras.
Como dijo Crátilo quien conoce los nombres, conoce también las cosas. Y aún sabiendo de la convencionalidad y arbitrariedad de la no correspondencia de los nombres y las cosas, iluso me reafirmo en la escritura como tabla de supervivencia en medio de este océano apocalíptico en el que zozobramos.
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