jueves, 19 de septiembre de 2024

El Mirador del Castillo


 
Según me cuentan vecinos que presenciaron los hechos que relato, a la sombra de las torres de un Castillo en ruinas, hoy convertido en Mirador, cerca de donde actualmente vivo, hubo un cementerio moro.

Y en una de aquellas tardes soleadas con sabor a meriendas, un niño, después de salir de la escuela, se entretiene removiendo el suelo por estos aledaños y ribazos. Quiere saber el zagal, cual futuro antropólogo, a qué huele la tierra que pisa. Como Isis en busca de los huesos extraviados de Osiris tratando de resucitar a su esposo devorado por las aguas del Nilo, el niño quiere también reconstruir, rescatar, saber quiénes fueron sus ancestros… , cuando de pronto una piedra de gran tamaño, situada un poco más arriba de donde está el pequeño, empieza a derrumbarse desde lo alto. Los otros niños que en ese momento disfrutan también de su vespertino asueto, corren todos a estampidas a ponerse a salvo.

También el niño del que hablamos lo intenta, pero, ¡maldita sea! Se le sale la sandalia en carrera tan apretada. Se vuelve para recogerla. Y fue entonces cuando la piedra le rozó la cabeza. El niño al instante cae inmóvil al suelo.

Todos los demás niños acuden en su ayuda. Ya es tarde. Unos breves temblores y sacudidas, como las de una inocente liebre atropellada por un coche en medio de la noche desenfrenada, acaban con la vida del niño. Su muerte es limpia. Ni un solo rasguño en el cuerpo inmaculado del pequeño. Pero por dentro, bien supo la muerte golpearle de lleno.

Durante muchas tardes, después de este mortal accidente, este lugar fue sagrado, como antaño también lo fuera para los antiguos berberiscos que habitaron estos santos lugares. Todo el monte quedó yermo de algarabías, retozos y susurros infantiles. Hasta los pájaros reprimieron sus trinos. El sitio respiraba miedo. Por donde quiera que pasa la muerte, como la nave que surca el mar, deja un reguero de espuma negra que ahuyenta los peces que por allí aletean. La muerte envuelve con su olor riguroso todo lo que toca, y genera en nuestro ánimo silencio, interrogación y respeto. Los niños, a pesar de ser muy susceptibles a los acontecimientos de muerte, tragedia, misterio y llanto, se agarran instintivamente a la vida.

A los pocos días, los niños del barrio del Castillo se sintieron pues felices, recreándose por los alrededores de la vieja alcazaba, por la orilla de la acequia entre higueras y algarrobos. Con ingenio y gracia sus juegos de nuevo vistieron de colores bancales de alfalfa, vinagrillos y gratos atardeceres al resguardo de esta vieja y siempre renovada alcazaba.

De aquel luctuoso accidente han transcurrido muchos años. El Barrio del Castillo poco a poco fue remodelado. Y allá, en lo más alto de aquel viejo montículo el Ayuntamiento construyó El Mirador del Castillo. Y ante estas sus paredes de hierro incombustible deposito hoy yo este relato, cual ramo de flores blancas, en homenaje de aquel niño olvidado que murió feliz jugando a querer saber los tesoros sagrados que esconde en su seno la tierra de su pueblo.

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