En El color que cayó del cielo de Lovecraft, en una determinada ciudad, cae una gran piedra junto al pozo de una casa. Su color es indescriptible, nada parecido a la rueda de los colores existentes. Es un color nuevo. De ahí la admiración sobrecogedora de los moradores de este pueblo que no se cansan de contemplar tan maravilloso acontecimiento.
Otra cosa parecida ocurre con el rayo verde del sol. Los que han sido capaz de ver su resplandor ya no ansían ver otra cosa, pues colmados han quedado tras su contemplación.
Escribir no es sólo captar, como en una foto, la realidad, lo que acontece a nuestro alrededor. Para eso ya se bastan los ojos de la cara. Son otros los ojos con los que el que escribe debe mirar su entorno y deletrear el aura invisible y latente de las palabras que dan vida al relato, al texto. La escritura debiera traspasar la cotidianidad, transportar al lector a un plano en el que lo banal y anodino, le resulte único y siempre digno de admiración. El lector puede que haya leído varias veces Don Quijote de la Mancha, pero siempre descubre en la novela de Cervantes algo nuevo. La caducidad de la moda frente a la inmortalidad de lo clásico. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
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