sábado, 17 de agosto de 2019

Conmigo a solas





Allá por las diferentes casas que he vivido siempre construí una habitación trasera, apartada, donde en momentos de duda, tribulación o dicha poder desentrañar la verdad de mis sentimientos, pisar la uva del agraz de mis resquemores, macerar las durezas de mis errores, degustar sin aplausos o aspavientos el éxito de mis aciertos.

Así como toda cámara fotográfica, para revelar la luz de sus tomas, necesita un diminuto receptáculo oscuro para captar la luminosidad de la imagen, yo necesito, como el comer, de un lugar aislado, no compartido, para en determinados momentos refugiarme conmigo a solas.

Precisamente, ahora estoy en mi buhardilla. Aquí lloré la pérdida de mi madre, canté mis grandes amores, brindé el aprobado de mis oposiciones. Aquí celebré el nacimiento de mis hijos. Vengo aquí de vez en cuando para hacer silencio, hacer el duelo de mis amigos, o saber qué camino tomar cuando voy perdido. También, para encontrar el sentido de las voces del mundanal que no entiendo, para escuchar los violines de plata del tumulto. O intentar leer en el alba las sorpresas que pudiera depararme el día.

Una diminuta ventana da al exterior, a la placeta de la calle, al mercado de los martes. La niebla que envuelve los montes poco a poco se disipa. El plúmbeo gris de la mañana da paso al contorno más preciso de las figuras que aparecen a mi vista: el gran solar de enfrente que sirve de arsenal para máquinas y tractores que trabajan en la autovía. Un ejército empresarial y embravecido quiere sembrar de bungalós el monte. Los pinos de la cima de la cordillera sur no cesan de mirarse escandalizados, confundidos, los unos a los otros al ver tanta tala y destrozo urbanizable.

De los lugares de nuestra casa, éste es el más tranquilo, acogedor y apacible. Esta habitación está desprovista de todo. Sólo una manta en el suelo y dos cojines la revisten. En las paredes, ni una alusión o referencia pictórica familiar, turística o cultural. De una teja de barro, adosada en uno de los cuatro ángulos de la buhardilla, sale un haz diminuto que apenas alumbra el cuarto. Ni siquiera sirve para leer. El caoba oscuro de las maderas que tapizan media habitación y la claridad del blanco de la otra media son los dos únicos colores que aquí se disputan su habitabilidad en armonía.

A pesar de la escasez y lo estoico del sitio, cada vez que entro en este cubil, me siento inundado de la abundancia que calma y colma las necesidades de mi indigencia. Nada más entrar, un generador de corriente actúa sobre esta madriguera. Aquí vengo a cargar pilas, a sentarme sobre las rodillas de mi soledad acrisolada. Esta cueva, caverna, guarida, bodega o cripta es recinto sagrado. Me descalzo antes de entrar. A pesar de oír las algaradas de los que hacen deporte en el polideportivo que da a la espalda de nuestro edificio, sus voceríos no hieren mis oídos. Lo mismo ocurre con el ruido de los monopatines de los niños que basculan ensordecedores sobre escalones y adoquines. Un manto reticular envuelve este tabernáculo protegiéndolo de las agresiones abruptas, lacerantes. La materialidad de las cosas es percibida aquí de la misma manera que en otro sitio, pero depurada de la connotación conflictiva que dentro de sí albergan. Podría incluso comparar este lugar con el útero, la placenta que nutre y protege el embrión de una madre.

No encuentro nada como el amor carnal para describir la sensación agradable de este arrinconado lugar. Como dice el Maestre Aemon, el hombre más viejo de Poniente, en Juego de tronos: No hay nada comparado con el amor. Sé que suena a cursi, pero lo digo porque así me sale: el amor es la metáfora más real para describir cualquier bella configuración imaginada.

Aquí chupo de los pezones ubérrimos de las montañas. La luminosidad del paisaje me envuelve en apretado abrazo erótico. A pesar de estar la cortina echada, el sol del verano entra a borbotones por sus pliegues dorados. El jadeo de mi respiración es más incesante y acelerado. Los rizados macizos de las montañas son como la fina piel sedosa de la mujer más apetecible. Las sinuosidades de sus curvas me seducen y me tientan y me arrebatan hacia la confluencia de sus cruzamientos, allá donde da comienzo el umbral de la vida. La transparencia del aire, el vino del sol, el verde del valle desencadenan mi arrojo. Soy furia apasionada entre la conquista y la entrega de un fruto bañado en miel, almizcle y azahar. En esta dulce mañana agosteña ya no es sólo mi corazón el que se agita, es mi propio vientre el que bombea bocanadas profundas sacando los mejores y aterciopelados efluvios de mi interior. Y en este coito matutino, entre mi ser más profundo y la prodigiosa visión de fuera, desde el pequeño hueco de mi buhardilla, vislumbro extasiado el hermoso mundo que me rodea.

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