Él no sabe si son los años los que endulzan su conciencia, o reactivan su amargura. Sus neuronas andan flojas. Unos días se levanta primavera, y antes de que que el ocaso entre por uno de sus bronquios rotos ya se siente como un gorrión congelado por el frío. No es él el impredecible. Son los bruscos vaivenes de esta historia inverosímil en la que un día plugo al destino arrojarlo a la arena de este mundo loco-loco.
Al igual que se tiran a la acequia los mininos sobrantes que parió la gata madre, este hombre fue lanzado, desde la madriguera celeste donde fuera concebido, al averno puro y duro. Desde que la política se convirtió en horóscopo y el reparto del poder en un casino de apuestas en el que los contrincantes endomingados se juegan el ajuar de sus señoras, el hombre tiene rápido el llanto. Pero al mismo tiempo le entra la risa. Así con estos contratiempos no hay quien viva.
Tiene el hombre un melocotonero en su huerta. Pues bien este año ni siquiera un solo fruto se ha posado en sus ramas pajareras. Los cambios extremos del clima, a contracorrientes, improcedentes dejaron al pobre árbol desconcertado, estéril, desanimado y triste, sin saber si ha de mirar al sur o al norte. Y lo que es peor, ya no distingue el amanecer de la media noche.
Me quiere, no me quiere. De tanto deshojar la margarita, la doncella se quedó sin novio y descompuesta. Y el hombre de tanto mirar la pelota de los pactos, ir gallina tonta de aquí para allá, ya no sabe donde tiene su mano derecha, ha perdido la verdad. El hombre ignora si el carro en el que va montado va de romería o al degolladero.
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