Recuerdo allá, en mis años jóvenes, un campamento de montañeros por el alto Tajo. Durante unas vacaciones de verano participé en un club senderista. Las marchas exigían que ajustara mi paso al grupo, pero mi falta de entrenamiento hacía muy difícil caminar al compás del resto. Cuando la cabeza llegaba al final de un punto en el que se detenía para reponer fuerzas, yo aún no había llegado. Y en cuanto lo hacía, todos se ponían de nuevo en marcha. Recuerdo que llamaban a esta práctica el efecto serpiente, serpiente que a mí me privaba de disfrutar del paisaje.
Por las abruptas montañas de la Muela del Conde y los Altos de la Campana caminaba ausente, atento a la respiración, sin poder detenerme a contemplar el ruido jocoso del agua del río, que cual ninfa exultante exhibía la hermosura de sus pechos espumosos, y así saciar la sed de mi corazón fatigado. Caminante castrado y cojo, obsesionado por dar alcance a los que me precedían, hacía la ruta, máquina sin ojos, sin alma, indiferente a la belleza de aquel señorío natural. Mis ojos eran los pies, mis pulmones eran los pies, los pies, mi fatiga. Mis pies con sus ojos embarrados lo eran todo. ¡Maldita sea! Y a mi memoria venían aquellas palabras del Éxodo: ¡Detente, porque el lugar donde estás es sagrado!
¿De qué le sirve a mi vivir avanzar sino sabe por dónde ni a dónde va? Si el amanecer no es consciente de su belleza, si la flor no lo es de su perfume, ni la canción de su melodía… Si la generosidad de aquellos hermosos lugares no era digna de ser admirada, ¿para qué entonces seguir caminando, si no podía detenerme a contemplar la dulzura que arrebatadamente me tentaba?
Y siento, después de cinco lustros de aquello, un deseo ardiente de no haber podido solazarme correteando pausado por las encrucijadas crujientes de tus frondosas sierras, las hendiduras de tus muslos calientes, beber de tus arroyos, admirar el monumento reflexivo de tus encinares, oler la fragancia de tus bellotas bruñidas, sentir el frescor de la sombra de tus rincones. Pero ahora que lo pienso, ¿para qué? Tú, como la Ítaca de Kavafis, no eras para mi más que otra metáfora.
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