O soy muy bueno o soy un gilipollas, -me dije al ver alejarse al hombre. Nuestra conversación fue breve, ocasional y por supuesto por mí no suscitada. Acababa yo de llegar a la comandancia de la Guardia Civil. Me había decidido por fin aquel día presentar una denuncia.
Desde hace más de medio año, cada mañana, cuando me disponía a entrar en mi ordenador para reorganizar mis tareas pendientes, que si el corte de las naranjas, el riego de los pimientos, que si la siembra de las patatas,... y un largo etcétera, (aquí en la huerta nunca se acaba: antes de que te des cuenta se te junta la poda con la escarda y el perejil con la junza), un vendedor entraba sin mi permiso en mi caseta de aperos ofreciéndome la compra de un lote de sartenes de cobre. A nadie le había yo autorizado a que invadiera de manera tan desconsiderada e invasiva mi espacio más íntimo. Tengo a gala, nada más levantarme, disfrutar del alba (sin refritos ni recalentados), como un feliz gorrión que estrena su alígero destino con la ilusión de sorprender a la indiferencia en persona. Y ni puñetera gracia tiene que un títere vestido de cocinero viniera precisamente en momento tan místico a importunarme con un juego de sartenes en ristra.
Bueno a lo que iba. Aquel día me encarrilé hacia la Capital. Nada más bajar del autobús, alguien a quien jamás había visto en mi vida se coloca justo delante de mí:
Nada más apearme del urbano, muy cerca ya de la Plaza pintor Inocencio, donde tiene su base la Comandancia de la Benemérita, el presunto conocido e imposible barrendero de los pocos desperdicios que acumulo, (casi todas mis sobras van a parar a las gallinas, a los gatos, a los pájaros, a los perros...), deja descansar confiado su mano en mi hombro como queriendo recuperar mi amistad olvidada. Sus ojos, antes alegres y chispeantes, los veo de pronto tristes y lacrimosos. Y me comenta muy apesadumbrado:
Bueno a lo que iba. Aquel día me encarrilé hacia la Capital. Nada más bajar del autobús, alguien a quien jamás había visto en mi vida se coloca justo delante de mí:
¿Es que no me conoces? –me dice con ojos que a mí me parecieron benévolos y risueños.
¡Pues no! Al menos no me acuerdo…
¿De dónde eres? -me dijo como si yo hubiese olvidado dónde había nacido.Le contesté como de pequeño hacía en clase de religión, como un papagayo, sin entender nada de lo que yo respondía cuando el escolapio aquel me preguntaba por Los Novísimos del Hombre.
De Molina. –le dije.
¡Ves! –me dice cómplice, guiñando un ojo, dándome a entender que debería acordarme de él-. Yo también soy de Molina de Segura. Soy el que todos los días paso por tu puerta con el camión de la basura…Me lo dijo con la contundencia estudiada y conseguida del mejor actor de teatro. Hasta me lo creí. Sí, es cierto, vivo, en Molina; pero a las afueras: a medio camino entre el fragor de la ciudad y la calma de la periferia. Y que yo recuerde, por allí ningún barrendero municipal ha pasado desde que, al dejar mi oficio como turiferario del sistema, vine a instalarme en lugar tan apacible, sin tufos, ni semáforos, ni pasquines electorales. Hace ya de ello más de quince años. Y aquí comienza ahora el truco o la trama de esta anécdota.
Nada más apearme del urbano, muy cerca ya de la Plaza pintor Inocencio, donde tiene su base la Comandancia de la Benemérita, el presunto conocido e imposible barrendero de los pocos desperdicios que acumulo, (casi todas mis sobras van a parar a las gallinas, a los gatos, a los pájaros, a los perros...), deja descansar confiado su mano en mi hombro como queriendo recuperar mi amistad olvidada. Sus ojos, antes alegres y chispeantes, los veo de pronto tristes y lacrimosos. Y me comenta muy apesadumbrado:
He aparcado en el parking privado del hospital del Morales. Me he dejado la cartera dentro. Y ahora no puedo sacar el coche. No llevo dinero encima. Me cuesta tan sólo tres euros con setenta céntimos.O es verdad lo que el hombre me cuenta, o de lo contrario es un perfecto comediante.
¿Y qué quieres que yo haga? Haberlo aparcado en la zona azul de la ORA. Estamos en agosto. Es gratis. Además hay sitio de sobra. Todo el mundo está en las playas.
¡Ya, ya,… -gimotea el hombre, y continúa-, seré imbécil!, si hasta me da vergüenza decirte que me prestes cinco euros. Me esperas aquí. Saco el coche. Vengo enseguida y te devuelvo el dinero.Así, en caliente, no tengo por costumbre hacer ningún tipo de reflexión acerca de si las nubes son buenas o malas, si engañan o dicen la verdad cuando anuncian la tormenta. Y llevado yo por mi buen natural, por aquello de que en la duda hay que estar a favor del reo, tomé por verdad lo que bien sabía que era mentira. Le dije:
Toma dos euros. Y si encuentras otro tonto como yo, anda y que te propine el resto.Por cierto, para ello tuve que sacar la cartera. El hombre vio los tres billetes de cien que yo además llevaba. Acababa de cobrar la recova de los huevos de todo el mes que vendo al dueño del mesón El Pirrikis. Pero no penséis mal. Mi presunto y desconocido barrendero pasó de mi monedero como abeja retraída que no se atreve a arrimarse a la miel. Yo en cambio me sentí juzgado. Leí en su mente: ¿cómo es posible que sea tan tacaño este hombre, teniendo pasta de sobra como para aparcar todo un tren de mercancías? Total, acabé dándole los tres con setenta euros.
Luego, sin que el intruso barrendero me viera y sin renunciar yo a mis recelos, lo seguí de lejos. Y fue cuando al llegar al Morales, lo vi que compraba unos cupones de los ciegos al lotero de la entrada. Y me hice el encontradizo:
¡Qué! ¿Pudiste sacar el coche del aparcamiento?
¡Qué va! Con lo que me diste no tuve bastante. Y aquí me tienes probando suerte. ¡A ver si pudiera por fin sacar mi Ferrari del agujero!
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