Dudo casi siempre de la objetividad y validez de mis impresiones acerca de lo que leo y reseño. No soy titular de una formación académica estrictamente literaria. Mis comentarios, además de imprecisos y equívocos, suelen ser consecuencia de mi estado de ánimo, de mi experiencia comparada, de mi formación e influencias sobrevenidas. La valía o importancia en sí de los textos, que a mi discutida solvencia o consideración llegan, sólo están a salvo fuera de mi consideración timorata e inconsistente. Y si además, los escritos, objeto de mi atención, son de poesía, (género tan personal y emotivo), pues mucho más son mis titubeos.
Pero, no es este el caso al que ahora me refiero. Tengo entre mis manos un ramillete de poemas de José Manuel Huete, que la Revista Molínea ha tenido la gentileza de mostrarnos en su último número (49).
Hasta este momento yo no conocía de nada a este hombre. Vinieron sus hermanas a la Tertulia de los Miércoles, al Centro Social, El Jardín de Molina de Segura, a leernos algunos de sus poemas, (Ofrenda, El tiempo de la palabra, Cuando muere un poeta, Desde dentro, Horas estrechas…) También vino él; no en persona, (hace poco que ha muerto). Pero sí vino con su jarrón de imaginación y fantasía a deleitarnos con el aroma de su Poesía, con su palabra, ese manto que nos protege y abriga, que nos devuelve a las horas de la inocencia.
Hay muchas razones por la cuales los comentarios sobre mis lecturas pueden no ser acertados. Pero, cuando alguien a quien no conozco, (y aunque lo conociera), me habla desde el otro lado de la vida, entonces sí; su voz, al pasar por el crisol de la ultratumba, adquiere para mí cuasi un valor revelado. Por nada del mundo me atrevería yo poner en cuestión parecer tan trascendente, venido del más allá. Nunca los vivos me hablaron con mayor claridad que una vez muertos. Y si este poeta al que me refiero, autor de Las pestañas del girasol, padeció además de ceguera, mayor motivo para creerme a pie juntillas lo que de los labios de su mirada florece.
Y es por eso que ante esta extraña circunstancia, (por inusitada): los versos de un poeta muerto, hoy al menos me abstendré de enjuiciamiento alguno. Tan sólo me limitaré a transcribir algunas frases de la dulce, limpia, amable, tierna y apasionada brisa de los poemas de Huete, este hombre con alma de otoño, acomodado en su melancolía, a quien le gustaba pintar sus horas de colores: horas verdes, horas rojas… horas grises, horas pálidas, horas que a tan sólo a un paso de lo eterno quedan:
Ahora que todo se acaba, deja que el corazón se cobije en la calidez de un poema. Ahora es el tiempo de vestir el alma desnuda.
No te preocupes por las hojas secas que en las esquinas se van arremolinando que sólo son el yo que para seguir el camino me están sobrando.
¿Cómo impedir que el olivo se retuerza, si a su espalda le duele la vida?
Hay un sueño al final de cada escalera.
Es el ahora, la irreverencia de no ser nada. Quizá el tiempo en que seré para dejar de ser. Mantén atado a tu piel el último abrazo.
Quizá es tanta la distancia entre nuestras almas que la palabra no nos alcanza.
Ahora cuando seas la lluvia que a raudales repica en mi ventana, deja que sean mis manos las que enjuguen tu cara.Y tras releer este racimo de bellos sentimientos, celebro haber encontrado un nuevo amigo, a quien le agradezco hacerme partícipe del pan y la sal, la dulzura y el arrebato, la sensualidad y el rocío, la tristeza y suave transparencia de su palabra dada y domada. Tarde, pero acertado.
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