lunes, 27 de noviembre de 2017

El conde de los Jerónimos



Tal vez el fundador de Aedificabo fuese hombre de misa y olla. Nombre tan arquitectónico, suculento y cristiano lo tomaría prestado del evangelista Mateo: et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam. Su cometido era dar respuesta a inmobiliarias que precisaban reconvertir terreno rústico en urbanizable. Promotores y arquitectos acudían a Aedificabo para solventar negocios relacionados con la construcción. Esta empresa agilizaba trámites y expedientes con las administraciones públicas, además se ofrecía como intermediaria entre particulares a la hora de comprar y vender propiedades que facilitaran urbanizaciones, como así ocurrió hasta el hartazgo. Ciudadelas, bungalows, residenciales capaces de albergar a los habitantes de la Vía Láctea al completo y parte de la galaxia de Andrómeda pululaban como moscas en verano alrededor de unas parrillas de boquerones a la brasa.

La burbuja inmobiliaria, el boom del ladrillo y la especulación, entre otras prácticas abusivas de aquellos años, se encargaron de dar al traste con muchas de estas constructoras que ennegrecieron cual galipote parte de nuestra mejor geografía allá por la última década del siglo pasado.

En los setenta, muchos escogíamos para vivir zonas excluidas, olvidadas de la administración local. Barrios como el de Las Ranas, el Polígono, San Basilio, Los Rosales y otras Pedanías de Murcia constituían un buen posicionamiento para el cambio político que se avecinaba. De hecho así fue. Las nuevas corporaciones municipales, así como partidos y sindicatos, que surgieron tras la conquista de las libertades formales, se abastecieron de muchos de aquellos líderes, fraguados tanto en la lucha obrera como en el movimiento ciudadano.

Pero no siempre la historia se hace eco de sus sueños. El abandono, el hacinamiento, el desgaste urbano de los barrios en los que vivíamos continuaba haciendo de las suyas. Cuando la mierda se apodera y enquista en ciertas partes de la ciudad, no hay corregidor ni cuarta enmienda que se la quite de encima. La marginación, el trapicheo, la droga y la exclusión social de nuestro entorno contribuyeron aún más a que algunos de nosotros buscáramos sitios más idóneos, menos conflictivos para el vivir cotidiano de nuestros hijos.

Un grupo de amigos, llevados por el deseo de mejorar nuestro hábitat, nos constituimos en cooperativa. Queríamos construir de forma autónoma nuestras propias casas. Buscábamos terreno fuera de la ciudad. Un cielo y tierra nuevos donde asentar nuestros legítimos reales y posaderas. En una de las asamblea de la cooperativa, tres compañeros fuimos elegidos para mantener una entrevista con el dueño de unas parcelas ubicadas en Guadalupe, frente a lo que hoy es la Universidad Católica, la UCAM, cerca del antiguo monasterio de los Jerónimos. El propietario de estas tierras era un conde viejo y temeroso. Estaba dispuesto a vender todos sus latifundios. Presentía este desconfiado terrateniente que con los tiempos de cambio que se avecinaban, cualquier reforma agraria le requisaría sus propiedades. Propiedades, por cierto, de origen incierto, por no decir, no ajustadas a derecho. Los agradecimientos del Dictador a personas, como el conde de los Jerónimos, que financiaron su Rebelión militar y posterior Cruzada, fueron múltiples, caprichosos y arbitrarios. Los Nobles siempre se distinguieron por arrimarse al sol que más calienta.

Mis colegas me advirtieron:
Vístete de traje, que con quienes nos vamos a entrevistar es gente de postín. 
Así pues me acicalé lo mejor que pude. Nunca mi estampa resultó brillante por mucho aliño y pule que yo le diera. Ya puedo esclafarme el mismísimo terno del marido consorte de la reina Isabel… Donde no hay percha, hasta el mejor uniforme del duque de Edimburgo resulta estrafalario, deslucido. Mi figura siempre fue prosaica, anónima, desapercibida. Y ese deseo compensatorio, nunca conseguido, de caer bien a la gente, me convirtió de por vida en una persona introvertida, por no decir, un perdedor vitalicio. La timidez no es buena aliada para hacer negocios del alta monta. Ya de antemano, por mi escasa prestancia, le advertí al resto de mis cofrades que yo no era el más indicado para entrevistarme con un conde. Para este tipo de relaciones, -alegué-, mejor es que nos represente alguien con buena planta y empaque, audaz, empoderado, como se dice hoy día, capaz de llevarse por delante al mismísimo Mario Draghi. Mis amigos eran también unos visionarios. Estaban convencidos que al orgullo nobiliario de condes, duques y monarcas se le abate con la fuerza de la sensatez y la simplicidad. No me valieron excusas.

Antes de dirigirme a las oficinas, lugar de nuestra cita, la sede de Aedificabo, me empleé concienzudamente en el arreglo de mi persona. De ninguna manera quería que mi atuendo o descuido diera al traste con lo que para nosotros suponía un paso decisivo e imprescindible para llevar adelante nuestro propósito como cooperativistas. Pasé betún a mis zapatos, (mis mejores y desgastado zapatos), los que había comparado ocho años atrás, víspera de mi boda, en Villena, ciudad señera por su industria peletera, cueros y cauchos para el calzado. Me vestí los mejores pantalones, los que guardaba en el arca de la abuela con sus rayas bien dobladas para las celebraciones de más alto rango: un concierto, los esponsales de una sobrina, o a la visita cada año por las fiestas de la Inmaculada, nuestra Patrona, al pueblo de Azulada. Además, aun siendo verano, me puse un jerséis fino para disimular las posibles arrugas de la camisa. Me da vergüenza decirlo, pero hasta mi cabeza embadurné con brillantina para estirar hacia atrás mis cabellos y así darle a mi melena un aire más capitalino e interesante.

Desde mi domicilio en el barrio de Los Rosales donde yo vivía en aquel tiempo, al centro de la capital, no se tardaba más de un café. Hay quienes miden las distancias por kilómetros, por luces, pies y hasta por nudos. A mí por aquel entonces de desplazamientos en bicicleta, el tiempo de un sitio a otro dependía de las veces que paraba a tomarme cualquier tentempié en un bar a la orilla de mi trayectoria. Yo no sabía muy bien donde quedaba Aedificabo. Crucé el Puente Viejo, pregunté. Detrás del Cine Rex, -me dijo un guardia urbano con su gorra de ajedrez, que en ese momento dirigía el escaso tráfico por la calle de Alejandro Seiquer. En aquella tarde calurosa de julio, nada más llegar a la Plaza Cetina, di con una antigua casona en cuyo portón vi el membrete de la empresa. Una joven, (tal vez ya estaría avisada), nada más verme, sin yo abrir la boca, me indicó: Entresuelo B-C. Todos, desde el policía, el camarero, blusón huertano del bar La Cosechera, la joven secretaria, delgada, medias oscuras serpenteando sus rodillas torneadas, su sonrisa de protocolo incluida en nómina, falda roja, chaleco negro sobre camisa blanca,... todos amablemente accedieron a mis inquisiciones. Todos, menos el portero que, al ver mi ordinario aspecto, sin más, me indicó el taller de bici de la Plaza de Sta. Gertrudis, contiguo a las oficinas de Aedificabo. Creería que, más que necesitar los honorables consejos de una empresa de alta alcurnia como aquella, lo que yo precisaba en aquel momento, (al ver mis pantalones ceñidos a mis tobillos por esas pinzas que utilizábamos para no enredarnos con los pedales), era un hinchador o un parche para las ruedas de mi bicicleta averiada.

A pesar que la reunión era a las siete, quise retrasarme a posta. No quería causar esa impresión pueblerina de quien coge el coche de línea dos horas antes. Aparentar uno que sus tareas le desbordan, que eres un hombre muy ocupado, te dan cierta relevancia. Todos dirán al verte tan apresurado: Este hombre debe ser muy importante, no tiene tiempo ni para mear.

Cuando la muchacha de las piernas torneadas me abrió la puerta de la sala de juntas, me crecí un montón. Me puse tan contento que ni un cañamón me cabía por el culo. Era la primera vez que mis ojos se iban a refocilar con la presencia de un conde en carne y hueso. A punto estaba de ser cegado por la esplendorosa visión nobiliaria. Al principio quedé un tanto confuso por el ambiente austero de la sala. Todo de pronto se me tornó negro. Al venir yo de la diáfana y luminosa tarde soleada y veraniega, al entrar de repente en aquella habitación, es normal que mi mirada se oscureciera. Allí todo era negro. Negro, el teléfono. Negros e hirsutos los rostros y ropajes de quienes allí estaban cual los varones en el entierro del conde de Orgaz. Negros los sillones. Negro los focos. Negro tupido, las cortinas. Negra la corbata de quien yo supuse sería el conde primogénito. Negros los cristales de sus lentes que no me dejaban ver sus pupilas de sangre azul. Negras también sus molduras que amortiguaban aún más el escaso brillo de unos ojos empecinados por el negro hollín de sus oscuro e improcedente dinero. Me esforcé por ver si el pecho del conde lo cruzaba alguna cinta rojigualda. En mi aturdimiento me fue imposible ver nada. El chaqué negro de quien yo creí sería el conde, por el bastón con empuñadura de plata que descansaba a su lado, tal vez tapara su distinguida banda como noble distinguido con el título de conde de los Jerónimos.

Ni que decir tiene que al ver aquel tétrico escenario, mi entusiasmo de pronto se vino abajo. Nadie se percató de mi presencia. En aquel preciso instante tenía la palabra el conde:
Gracias a Dios, a mí no me falta de nada, pero a mis setenta y dos años, solo espero sacarle una buena tajada de millones a este negocio que aquí nos ha convocado.
Sus palabras me recordaron aquella regla pugilística: el primero que pega tiene la mitad del asalto asegurado. Intenté sentarme en un sillón desocupado, en uno de los extremos de la mesa de palisandro que fríamente nos aglutinaba a todos cual el maderamen de costillas de un barco varado en medio del Ártico. Antes de conseguir tomar asiento, el conde me miró. Yo entendí que como buen aristócrata, este gentilhombre, al darse cuenta de mi presencia, iba a darme la bienvenida. Y de pronto me vine de nuevo arriba. El subidón tan sólo me duró instante, el tiempo que tardé en escuchar de nuevo sus palabras:
Oye, muchacho, -me dijo, confundiéndome con unos de sus lacayos-, ¿por qué no me traes de la Cosechera un Johnnie Walker escocés que me estoy quedando seco?
Por supuesto hice caso al conde. Fuíme rápido al bar de la Cosechera. Me tomé un par de copas a su nombre. Y nunca más en mi vida volví a visitar Aedificabo. Luego supe por mis compañeros que la negociación con el conde fue un fracaso. A la semana siguiente disolvimos la cooperativa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario