No sé si Narciso, antes de verse reflejado en el lago, tendría conciencia de su cuerpo. Creo que no, al menos que se hubiera detenido a escribir, aunque sólo fuera unas breves letras, lo que vio en aquel momento. Tal vez la escritura le hubiese devuelto una visión más acertada de sí mismo, sin esa borrosidad engañosa de su yoísmo exagerado. Por cierto, esta costumbre yoísta de creerse uno el centro del cosmos, hoy está muy de moda, tan de moda, que hasta la publicidad más cansina y petulante la utiliza como gancho comercial. El defecto elevado a virtud. ¡Aviado vamos!
Ocupado y preocupado en tareas que no vienen al caso, estuve por un tiempo alejado de la escritura. Inconsciente y autómata caminé sin rumbo, desconectado.
Recuerdo allá, en mis años jóvenes, un campamento de montañeros por el alto Tajo. Durante unas vacaciones de verano participé con mi familia y un grupo de amigos en un club senderista. Debió ser por la década de los ochenta del siglo pasado. Mis hijos tendrían entonces ocho o nueve años. El pertenecer a un colectivo exigía que nos ajustáramos a unas normas y horarios sin los cuales, tanto la organización como el desarrollo y la culminación de cualquier ruta hubiese sido imposible. El cumplimiento de tales exigencias era para nosotros muy difícil. Nuestra inexperiencia hacía que fuésemos casi siempre los últimos del grupo. Cuando la cabeza llegaba al final de un punto en el que se detenía para reponer fuerzas, nosotros aún no habíamos llegado. Y en cuanto lo hacíamos, todo el grupo se ponía de nuevo en marcha. Así no había manera que nosotros pudiéramos descansar un instante. Recuerdo que llamaban a esta práctica el efecto serpiente. Y a mi memoria venían entonces aquellos versos de León Felipe: Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo / Porque no es lo que importa llegar solo ni pronto / Sino con todos y a tiempo.
Por las abruptas montañas de la Muela del Conde, y los Altos de la Campana caminábamos ausentes, atentos a la respiración, sin poder detenernos a contemplar el ruido jocoso de las aguas del río, que cual ninfas provocadoras exhibían sus pechos espumosos, y así saciar la sed de nuestros corazones fatigados. Castrados caminantes, hacíamos nuestra ruta, máquinas sin ojos, sin alma, indiferentes a la belleza de aquel señorío natural. Nuestros ojos eran los pies, nuestro corazón y palpitar eran los pies, nuestro aliento, los pies nuestra fatiga. Los pies lo eran todo. ¡Maldita sea! Y a mi memoria venían también aquellas palabras del Éxodo: ¡Detente, quítate las sandalias, porque el lugar donde estás es sagrado!
¿De qué le sirve al senderista caminar sino sabe por dónde va? Si el amanecer no es consciente de su belleza, si la flor no lo es de su perfume, ni la canción de su melodía… Si la generosidad de aquellos hermosos parajes no era digna de ser admirada, ¿para qué entonces seguir caminando, si no puedes detenerte y contemplar la belleza que te rodea?
Si a Narciso, en lugar de mirarse las pelusas del ombligo, se le hubiese ocurrido escribir lo que en aquel momento vio en la fuente, tal vez la escritura le hubiese devuelto una visión acertada de sí mismo. La escritura tiene la virtud de iluminar aquellas partes oscuras que nuestra vertiginosa experiencia no nos dejó ver con claridad en su momento.
Ja, ja, Juan, tienes razón, nos detenemos a menudo a mirarnos las pelusas del ombligo. Tomo nota por si un caso.
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