domingo, 26 de marzo de 2017

Ajos para un concierto




Llegué al Auditorio del Parque, una gran planta semicircular excavada en el suelo y rodeada de gradas de cemento al aire libre, a la manera de los teatros romanos, con un aforo para más de mil quinientas personas. El recinto estaba lleno. La razón, no es que el concierto fuese gratuito. Los músicos ya tenían ganado a pulso su celebridad y admiración. En sus últimas giras por nuestra Región, la crítica había sido muy generosa con este grupo. Un cuarteto: violín, guitarra, batería y una travesera, y la voz inconfundible y emotiva de una cantante de ojos penetrantes, caderas basculantes, melena negra y ensortijada bastaban para quienes tenían la dicha, el lujo, la oportunidad y sobre todo los veinte pavos que costaba la entrada. Sus temas, de alto contenido poético, eran simples, cercanos, íntimos, todos ellos tratados con el hechizo propio y ajustado a su nombre artístico de ensoñación y quimera.

Sus canciones hablaban de lo vulgar, lo común, lo cotidiano, de una silla, de los pescadores del río, de un pañuelo, una manzana, de una flor que llora, de una mirada desagradecida, de una piedra en el camino. Hablo de Fábula, del poder de su música: el manejo de lo vulgar, lo cotidiano y común con esa gracia de atraer tanto al entendido como al ignorante, al honrado como al tunante.

Llevados tal vez por la euforia de su buena racha, Fábula decidió actuar, esta vez por la cara, en nuestra humilde ciudad en favor de no recuerdo qué damnificados. A ellos se les daba igual cantar para salvar las abejas, recaudar fondos en favor de los pepinos marinos de La Manga, o solidarizarse por la retirada de las argollas de latón de las mujeres jirafas. Además, el Gobierno Regional, pletórico por sus buenos resultados en las últimas elecciones, cargaba con todos los gastos. Lo que sí les importaba mucho a los Fabula es que su actuación apareciera enarbolada de una bandera, fuese del color que fuera, con tal de que arrastrara al público, que sumara fama y audiencia. Tras cualquier campaña por una causa pía, lo de menos es la piedad de dicha causa. Lo verdaderamente importante es el glamour que a su alrededor genera, la guita que conlleva y el número de incautos que aglutina. Dame pan y dime tonto. En esta ocasión, el gancho de los Fabula, sugerido por los asesores intelectuales del Palacio de san Esteban, no era otro sino el de Agua para todos, lema, por cierto, merecedor de la mayoría secular de poltronas que los actuales mandamases habían cosechado, a pesar de sus malos andares y desaciertos.

¿Y cómo a un escéptico de campañas de este tipo, se le ocurrió, aquella tarde, ir a ver a los Fábula? No siempre existe una razón para cualquier cosa que hacemos. Por ejemplo, nunca decidí venir yo a este mundo, como tampoco dependerá de este menda abandonarlo. Son otros los motivos, ajenos a mi decisión, los que determinan la dirección de mis pies hacia sus objetivos, entre los que sin duda están: mi vida y la muerte. El haber quedado aquel sábado con Jose y Ana para ir a ver a los Fábulas, además de servir para olvidarme del escozor de mis almorranas o de los números rojos de mi cuenta corriente, contribuía, sobre todo, a rellenar el formulario de mi trayectoria, ese rosario y protocolo de mis días anodinos.

En la entrada del Auditorio, dos de los organizadores del evento, me invitaron a comprar el último elepé de Fábula. Ante mis dudas por acercarme al stand donde se encontraban los DVD, uno de estos señores insistió:
No te lo pierdas. Ahí están sus dos mejores canciones. "Ganamos la pelea", figura la primera de este memorable repertorio ; y "Hoy no es domingo" es la última de este disco que fue grabado precisamente en La Albatalía Road Studios.
Mi mosqueo ya empezó en ese momento. Para mí no siempre fue lo más importante lo primero, tampoco lo que figura en último lugar, lo más exquisito. Ni primogénitos ni benjamines. No en vano pertenezco a un trío de hermanos en los que mi lugar fue ser precisamente el del medio: ese rincón silencioso y olvidado, patrimonio de los no favorecidos y menos tenidos en cuenta.

En la puerta del teatro me esperaba mi primo, el hijo de la Pascuala la del Molino:
Mira, como tu tía sabía que ibas a venir al teatro me ha dado esta cesta de lechugas, ajos y cebollas para tí.
Las verduras venían metidas y disimuladas en una bolsa de boutique de moda. A tal obsequio nada objeté por no pecar de desagradecido. Pero ni puñetera gracia me hacia meterme en el Auditorio con aquel olor a cebollino. Mi tía Pascuala me quiere como una madre a su hijo más tonto. Ella para mi es mi eructo preferido.

Ana y Jose ya tenían reservado mi asiento. Desde lejos, nada más verme entrar con la bolsa de colores vistosos, me hicieron señas. Me senté a su lado, a cinco filas del escenario. Un sitio privilegiado para escuchar y ver el concierto. Mis amigos tal vez creyeron que la bolsa sería un detalle para ellos. Los veía mirar la bolsa con esa expectación de un niño que espera un regalo tras la caída de su primer diente.

De golpe, una lluvia intensa acompañada de un fuerte viento y granizo, nos sorprendió a todos. A los dos señores que a la puerta del recinto me aconsejaron que comprara el último disco de los Fábula, aún les dio tiempo a subir al escenario. Desafiando al aguacero, cual valientes soldados de la batalla de La Aljufía, entre la pedrisca y los truenos, desplegaron ante la estampida del público, una pancarta a modo de bandera en la que las letras Agua para todos lloraban, no sé si de pena o de agradecimiento por su rendimiento electoral.

Antes de salir despavorido, aún me dio tiempo de coger la bolsa de la tía Pascuala, y decir a mis amigos:
¡Ah, se me olvidaba, traje esta ristra de ajos para vosotros!

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