domingo, 14 de agosto de 2016

El rincón de la tranquilidad solitaria




Quantum lenta solent inter viburna cupressi. (Virgilio)

Mido mis días con aquel árbol que hace tres años replanté a principios de setiembre. ¡Tan diminuto...!, que no sabía si era una mata lechera, un ciprés o un pino. Y como había nacido entre cardos y piteras, quise mejorar su hábitat. ¿O tal vez lo cambiara, para así contemplarlo a mi gusto?

Contraviniendo la costumbre de florecer donde somos plantados, con mimo lo saqué de tan insípido erial. A unos treinta metros de la ventana de la casa, hice un hoyo. Lo planté en el ángulo del jardín que da al mediodía, frente a la ventana del salón, donde acostumbro a ver pasar el tiempo que los dioses del ocio me regalan a cada instante.

Lo puse aquí en ese recodo precioso que me resguarda del frío en invierno y me procura fresca brisa en verano. No había nada mejor para un ciprés como aquel pequeño espacio de paz y reposo, ese rincón de la tranquilidad solitaria. Nombre tan apacible se lo puso mi nieta, un día de agosto en que los dos, protegidos por la sonrojada sombra del parral, partíamos almendras, alejados de los murmullos de la casa. Para mí que la niña, con sólo tres años, era incapaz de nombrar de manera tan mística y filosófica dicho lugar, por lo que impulsado por mi meticulosa manía de las palabras, le pregunté:
Dime, pequeña: ¿Y por qué llamas a este sitio rincón de la tranquilidad solitaria?
Ella, al comprobar que yo no entendía el significado de su clarividente expresión, abrió sus ojos como dos flores contrariadas por la indiferencia de los viandantes a su aroma. Y me miró insistentemente, cual un semáforo en ámbar y me dijo:
¡Abuelo, pues porque le da el sol!
Desde entonces, todo el mundo de la casa, amigos y vecinos llaman a este lugar el rincón de la tranquilidad solitaria.

Pero volvamos al ciprés aquel, hace años trasplantado. Antes de cualquier otra cosa, que por necesidad o hábito los humanos nos ocupamos nada más levantarnos, me dirijo al árbol. Si alguien me oyera.., debo parecer un tonto. Doy los buenos días al ciprés. Me detengo en su presencia. Lo miro y remiro por los cuatro costados, como si quisiera notar en él algo distinto. Y en realidad así es. Siempre descubro nuevas hojas, un verde recién nacido. Me sorprende la parte más alta por su frescura, por sus ganas indefinidas de alcanzar las nubes del sol. Y veo que, de su sombra proyectada sobre la tierra, emana un infinito silencio.

Hoy envidio al ciprés. Crece sano. Mido mis fuerzas con él. Y en lugar de alegrarme pensando en que me sobrevivirá aquel que con tanto esmero aboné y regué durante toda mi vida, siento envidia, mucha envidia de que un simple árbol me gane la partida de la existencia. El árbol nota mi malhumor. Y oigo como si me dijera:
¡No me mires con rencores,
mírame como miran los labradores!
Y siento que mis cuidados y desvelos por el árbol han sido hasta ahora un engaño, proyección inútil de mi anhelada e imposible inmortalidad. Conforme veo al ciprés más alto, veo mi muerte más cerca. O como dijo Borges: El árbol de mi muerte era un ciprés. Y ganas me dan de arrancar el árbol de cuajo de este rincón de plácemes y bucolías. De nuevo miro al árbol, y no para de recomerme la envidia. ¡Lo veo tan contento!

El ciprés, los pájaros, mis gallinas y los conejos del tío liebre son más felices que yo. Ellos no saben que tienen que morir.

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