domingo, 31 de julio de 2016

La muchacha ciega






No era mi compasión la que me hacía sentir un cierto embrujo y admiración, pues en mis sentimientos ni una pizca de pena hacia ella había. Más bien la pena era mía, al comprobar que yo viendo, no veía lo que ella miraba. Tal vez la muchacha, por ser ciega de nacimiento, no notara su ceguera. Para quien nunca ha visto luz alguna, no hay sombras ni eclipses que se interpongan entre la luna y el sol. Tanto la noche como el día, para ella serían el amanecer y el ocaso, la tormenta y la calma, el aceite y el vino.

Y vi en sus ojos cerrados: el mundo, como un mar abierto; y en su cenit: sus cejas como arco iris, dos alas avivando sus sueños de alondra. Sus labios, tremendamente hermosos, como los de María Belucci, la Magdalena de La Pasión de Cristo. Y aún siendo ciega, en su rostro yo vi el cremoso verde del áloe, el amarillo del trigo, el dulce gris de los pájaros cantores. Nunca destellos más intensos vi yo en otros ojos por mucho que vieran.

Su inocente cara me miró como el agua, que de alegrar no cesa cada tarde a quienes a pasear salen por los sotos del río. A un sordo, a un manco, a un cangrejo patizambo yo le notaría a la legua su malhumor y desencanto. Y vi en ella a mi futura compañera. Me sedujo su candor y aplomo, su hermosura y armonía. Me enamoré nada más verla. Y a partir de entonces sus dos faros apagados en medio de la noche oscura encendieron los huesos de mi amor por ella.

Y yo mismo me preguntaba para ahuyentar mis dudas: ¿cómo puedo yo casarme con una muchacha ciega? Y a mi mismo me decía que no era piedad, ni ternura lo que por ella sentía, sino amor, amor de hombre, llama viva que mi vela encendía. Era su gesto apacible, su piel translúcida, salvajemente blanca, sus manos, racimos de plata, su nariz inocente y perfecta, sus cabellos negros sobre hombros angelicales. Me enamoré de su iluminada ceguera, de su modesta divinidad escondida, de la habilidad de sus musicales dedos tocando la concertina.

Y despejadas mis duda, fui a hablar con sus padres. Me contestó la madre. El padre, desde que supo que su hija había nacido ciega, se quedó mudo, como aquel otro Zacarías del Templo, por no creer que su esposa a sus años se había quedado embarazada. La madre me contaría que los médicos habían dicho que la muchacha, al llegar a una cierta edad, tal vez muriera, que su organismo no resistiría los cambios de la juventud.

Aún a pesar de todo, no me rendí. Nos casamos. La quise ciega, la amé ciega, la deseé ciega. Fui muy feliz durante unos años junto a mi oscuridad encendida.

Luego heredé de mis padres una considerable fortuna. Me habían hablado de un tratamiento pionero en Japón que curaba el tipo de ceguera que padecía mi esposa. Nos trasladamos a Tokio, al Institute Riken. Permanecimos allí aproximadamente un mes, el tiempo que duró la intervención, un novedoso implante de células madre en sus ojos desiertos. Recuperó la vista. Regresamos a casa.

A partir de entonces, todo fue distinto, otro cantar, más bien un canto de ánimas, un de profundis. Cada vez que yo veía que ella miraba a otro hombre, a una mujer, a una flor, me sumía en la tristeza. Tanta pasión ponía ella en todo lo que por primera miraba, que yo pensaba que de su amor para mi nada quedaría.

Mientras fue ciega, ningún engaño hubo entre nosotros. Pero le bastó ver, para notar yo en su cara que me mentía. Cada vez que la miraba, una luz adúltera en sus ojos yo veía. Y aquel que fue capaz de casarse con una muchacha ciega, cuando por fin consiguió ver, no pudo seguir viviendo con ella. Nos separamos.

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