domingo, 17 de julio de 2016

Como la flor del hibisco



Como la flor del hibisco, que muy pronto se desprende de sus arrojadizos tallos, se olvidó él de aquella muchacha. Pleno verano. La noche pesa sobre su cuerpo sudado. El hombre no para de dar vueltas encima de la cama. La mujer, que a su lado está despierta, le pregunta:
¿Antes de casarte conmigo, pensaste en otra muchacha?
Con este calor, imposible dormir. Y ante las palabras de su mujer, busca el marido la cara de aquella muchacha.

Si en lugar de estar ahora acostado con su mujer, se hubiese casado con ella... Aunque, ¿para qué? Al final hubiera sido lo mismo. Poco importa el recipiente del cual uno bebe, lo esencial es sentirse embriagado. Piensa el hombre que este comentario que Chejov deja caer en Una bromita, no le parece el más ajustado, es forzado y egoísta, está fuera de contexto.

En esta tórrida noche de agosto, la mujer sigue cuestionando al marido:
¿Sientes haber dejado escapar la flor de aquella oportunidad que el destino puso en tus manos?
La superficialidad y el apresuramiento de sus años mozos hizo que no le prestara entonces al presente su atención debida. Nunca le pasó por la cabeza al marido tirarle los tejos a la muchacha que ahora su mujer le trae al recuerdo. Su mujer, las mujeres, el hombre, los hombres, todos en general andamos siempre con la manía de traspasar nuestros amores por el crisol de la comparación: Entre todas, ¡yo fui la preferida!

No sabemos si el hombre se arrepiente de no haberle declarado su amor a su antigua vecina. Como al protagonista de la historia del trineo de Chéjov, a él también le embarga la tristeza, la duda por haber hecho las maletas. Se fue a otra ciudad, sin pensar si hubiera sido mejor quedarse. ¿Fue un cobarde? Se escudó en el viento. Se tapó la boca con un pañuelo para disimular que aquellos sentimientos salían de su corazón. Y ahora, en medio de la noche calurosa, el marido no sabe ni siquiera si se engañó a sí mismo. El cree que no. Tal vez la timidez o su vergüenza fueron los que más bien le mintieron a él. En edad tan joven e inexperta a uno le es difícil distinguir el amor del apetito de la carne.

Las ventanas del dormitorio están abiertas. La luna vicaria se refleja en el espejo de la coqueta. Su brillo le da en los ojos; tanto delegado y sustituto fulgor le molestan al marido. Se levanta a correr la cortina. Y fue cuando, allí abajo, en el callejón desvanecido, junto a la farola de la esquina del Petronilo, vio a un hombre, de vuelta a casa, haciendo eses, canturreando:
Me gustan las flores del campo,
para mí que son mujeres,
por eso me gustan tanto.

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