martes, 24 de mayo de 2016

La triste melancolía de los objetos muertos




Sentado frente a la ventana. Tres metros de parquet me separan de la terraza. Las configuraciones geométricas del suelo con el reflejo de la luz exterior forman un mar de olas mansas sobre el pavimento de madera. Es domingo. El murmullo que a diario ensordece el salón, hoy es menor que otros días. Pocos son los que a estas horas se dirigen a sus faenas. El fragor de la rotación del planeta apenas se oye, como si la tierra hubiera dejado de dar vueltas. Tras el pequeño jardín de la placeta, la carretera, en paralelo a la urbanización de santa Mónica, yace quieta y muda. El banco y el pie de los árboles, desolados. Ni un alma, aún siendo primavera. Festividad tranquila la que mis ojos contemplan. Tan tranquila y festiva que las aguas de la vida parecieran haberse detenido paralizadas ante tanto inmovilismo urbano. No hablan los contenedores del miedo, la contaminación y el despilfarro. Tampoco dicen nada las farolas hieráticas, ni las papeleras mendigas, ayer solícitas de los restos del almuerzo de niños sobrados y caprichosos. Hasta el vado caritativo del aparcamiento de minuválidos se siente culpable por no albergar esta mañana a su tetraplégico favorito. A los gorriones se les olvidó hoy venir a beber agua al estanque de la puerta del polideportivo del Vivero. El verde de los pinos no se siente acosado por el humo del tráfico habitual. Las ramas, obligadas a dar sombra a buenos y malos, sonríen con la misma desgana e hipocresía que otros días.

En el tendedero de la terraza, la ropa luce sus colores con la nitidez más distendida y aburrida. El morado de la camiseta de una niña, que a estas horas aún sueña, cuelga sus pliegues mojados de rebeldía con su natural desdén y desasimiento. En el ángulo izquierdo de la terraza, un barreño de plástico esconde su rojo avergonzado sobre el asiento de un par de sillones puestos el uno sobre el otro. A sus pies, una pequeña maceta, un cactus sin nombre pasa inadvertido. Los rojiblancos de la camiseta del Atlético de Madrid del crío, que aún duerme, porque hoy no hay escuela. Los pares de calcetines desparejos ya no corren sudorosos tras los goles de la victoria. La fría estructura del tendedero, cual la cúpula de un circo vacio de risas, listo a ser desmantelado, se arrepiente de ser sostén de tanto traperío y volatilidad futbolera, tras la derrota siempre del mismo equipo, los pobres, los últimos de la tabla.

Apoyadas sobre la curiosa barandilla del balcón, dos bicicletas descansan de andares de espliego y romero. Dos ciclistas, un padre y su hijo camino hacia el monte Groso, entre madrigueras de conejos huyendo de pedaladas con sabor a metas siempre por definir e inconclusas. Un sol emborronado por las arenas del sur.

Un poco más allá, a unos cien metros del cuadro que cuelga sobre el amplio ventanal de mis ojos, el rojizo de un bloque de viviendas de ladrillo visto. Las ventanas del edificio de enfrente proyectan lo que les sobra de sol sobre las gafas grises de una terraza miope e insensible. Mis ojos no ven lo que esconden los objetos ciegos.

Y ya no es el tendedero, ni el barreño, ni la maceta arrinconada, ni las dos bicicletas del futuro, ni la papelera hambrienta, ni el banco desierto, ni el edificio, barricada que se interpone entre el amanecer y el ocaso, los que me dicen, los que me esconden o niegan lo que no veo, el bodegón de la naturaleza muerta de mi mirada cansada. Todo me habla de nada, la triste melancolía de los objetos muertos.

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