jueves, 5 de noviembre de 2015

La Seisdedos






Nací exculpada y sin mancha como todos los recién nacidos, pero con un dedo más en mi mano derecha. No por ello, mi infancia, la hermosura de mi cuerpo, la lucidez, la gracia y mi angelical desenvoltura se vieron afectadas lo más mínimo. Mi vida transcurrió igual que la de otras tantas niñas no contaminadas por el prejuicio adulto, los insultos discriminatorios del coro hipócrita de los tullidos de mente que se creen más iguales que nadie. Pero conforme fui creciendo las garras de la sociedad acabaron afeando las líneas perfectas de mi primigenia estampa. La sola sintonía asimétrica y aumentada de mis dedos desparejos fue mi estigma. Estigma que como luego se verá afectó, no sólo a mi alma, sino a mi razón y cordura.

A los diecisiete años ya todos me llamaban, no por mi nombre de pila, Salvadora Vicedo, sino la Seisdedos, con ese deje de sorna y desprecio propio de los prepotentes y resentidos. Fue a esa edad cuando casualmente fui detenida por robar en una farmacia un medicamento prohibido por la Organización Mundial de la Salud. Mi abogado de oficio fundamentó la defensa, acusando al sistema como único responsable. No es justo –dijo mi defensor -, que por el mero hecho que Salvadora tenga seis dedos, sea acusada con más argumentos de peso que un ladrón con sólo cinco dedos. Y acabó sus conclusiones levantando sus ojos de los papeles y mirando con dureza al jurado: 
No es más culpable la mano inocente que roba con los seis dedos de su mano derecha lo que indebidamente está a la venta, que aquel otro que, aún siendo manco, saquea a su víctima con tan solo un movimiento de su otra mano impecable. De ningún modo, señores del jurado, el sólo indicio de número y cantidad puede erigirse en sospecha. En este juicio, el verdadero culpable es el que acusa a Salvadora Vicedo por el mero hecho de ser distinta: no tener su mano derecha igual que el resto.
Luego el magistrado finalizaría la sesión con aquellas palabras despectivas que aún llevo en mi corazón como puñaladas:
No hay miel sin polen, y aquí delante sólo tenemos a una mujerzuela de la calle
A partir de aquel juicio, empecé a verme alejada del común y general proceder que tiene a bien, no la bondad, sino lo consuetudinario como principio de ética. Mi conducta, muy pronto sin serlo, se hizo sórdida y esquiva. Y puesto que los demás me veían diferente, diferente me sentí. Y dije para mi, al igual que aquel general obcecado: todos contra mi, pues yo contra todos. Y si antes me consideraban extraña y desigual por un insignificante apéndice dátil de más, ahora seré yo la que así vea a todo aquel que se cruce en mi camino. Y empecé a odiar a todo el mundo. Si los demás no me querían, ¿por qué debía tenerlos yo en cuenta? Y me desinteresé de todo, incluso pasé de las consecuencias de mis propios actos. Y así fue como llegué a ser lo que el sistema quiso de mí.

Luego se sucedieron otras incidencias en las que mi virginidad e inocencia tampoco fueron respetadas. Bastaba la palabra reincidencia o antecedentes en mis expedientes, para que de nuevo resolvieran contra mi, yacieran conmigo tanto defensores como acusadores como lobos en la noche. Entre una mano perfecta con sus cinco dedos bien enclavados y otra inusual como la mía, el juez se quedaba con la mía, su veredicto siempre era el mismo: culpable por deformación anular y consentimiento. Y a estas alturas del relato de mi vida, pienso que lo de menos es que yo tenga seis dedos en mi mano derecha. De haber sido tuerta, tener chepa, ser patizamba, tartamuda o cualquier otra anomalía, me hubiera ocurrido lo mismo. La gente odia y se ensaña con los que no son de su condición. Es la única manera que tienen estos canallas de reafirmarse como tribu.

En una noche de invierno, al raso yo dormía en uno de los bancos del malecón. Después de haber estado todo el día limpiando parabrisas en el aparcamiento que hay detrás del Hotel Victoria, unos picoletos me obligaron a que los acompañara. Fue entonces cuando me llevaron a la Tienda Asilo, una especie de retén que el Ayuntamiento disponía para todos aquellos que desentonábamos del resto deambulando por los portales de las iglesias, casinos, cajeros y joyerías, importunando y poniendo a prueba el buen corazón de damas y ciudadanos de buen porte y hechura impoluta. Allí coincidí con toda la escoria de la región: transeúntes, borrachos, prostitutas, cornudos, hambrientos, mendigos, maleantes, toda una sucia legión de hombres y mujeres. Y no recuerdo haber visto nunca en mi vida ojos más iluminados, caras más transparentes, corazones más limpios y fraternales que los de aquella gente marginada y excluida. También yo necesitaba sentirme clase y casta.

Pues bien cada uno de los que allí estábamos retenidos, todos padecíamos un mal peculiar, individual y concreto: quien no era ciego, era cojo, quien no era cojo, era extranjero, quien no extranjero, era maricón, o expresidiario. Pero teníamos en común una cosa: todos estábamos locos de remate. Y fue entonces cuando me hice la pregunta que dio origen a este relato que ahora escribo encerrada en una de las habitaciones de este hospital psiquiátrico Román Alberca:
¿Éramos ya dementes antes de ser internados en aquella Cocinilla de la Tienda Asilo, o acaso nuestra taras físicas fueron las responsables de ser todos unos locos de remate? Como si marginación y cordura fuese un combinado imposible de desatar.

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