domingo, 4 de octubre de 2015

La belleza amarga




No es el escritor el que inventa su novela, sino el texto el que da vida al autor. Sé yo de muchos que confunden al autor con su obra hasta el punto de creer que los restos de Cervantes hallados en la iglesia de las Trinitarias de Madrid pertenecen al Quijote. No es la Troya real más importante que la Troya que Homero nos cuenta en la Illíada, como tampoco los amores de Paul y Arturo fueron más amores en sus vidas que luego en el recuerdo.

Los dos hombres en su interior sabían, (por lo menos su instinto así lo decía), que el remedio para la fealdad, el infierno, la depresión, la vejez y el frío es hacer el amor como animales.

La risa de Paul no era de alegría, sino ásperos nervios desatados en su boca sofocada. Y siempre que Arturo veía la flor de los labios entornados de Paul, se confiaba como un triste y pobre insecto alrededor de la lámpara de la mesita de noche. Una vez, y de nuevo otra vez, y muchas veces, y siempre, al ir a besar a Paul, se confundía, pues nunca libaba la miel que buscaba. Y la primaverale traía la horrorosa risa del idiota.

Paul no estaba alegre, pero Arturo alegre lo vió aquella noche de eclipse de luna, y quiso intoxicarse de su risa. El quería que el gozo aparente de Paul inoculara el virus inquietante de su pistilo en su atribulada garganta. Y al lamer los restos de alegría que aún vibraban en la amarga inquietud de las comisuras de Paul, sintió Arturo un escozor que le hizo escupir de golpe todo el amor que ansiaba.

Y al ver Arturo como el sol se disponía a cubrir la luna con la sombra rojiza de su atormentada pena, éste retrocedió, escondió sus cuernos de caracol reprimido, y se recluyó en la timidez de su osadía salvaje y tenebrosa. Y se negó a seguir buscando la llave del antiguo festín, en el que acaso recobrara el apetito. Y con voz melosa, insinuante, para que mejor Paul comprendiera y le doliera la borde ironía de sus palabras, y éstas sangraran, sumaran y multiplicaran aún más la tristeza galopante de su engolosinada hermosura, dijo quedo para sí, para que la luna no se sintiera aludida:
Vuelve a la esclavitud de tu libertad con quien quieras, mi querido Satán. Me conozco y te conozco. Con tu manera de ser y mi peculiaridad de gasterópodo volador desplumado sé que nunca seremos felices. Búscate a quien pueda cambiar la gavilla desatada de tus nervios en jarrones de sonrisas.
Nunca una sola respuesta basta. A veces puede que la contraria o la más lejana, por aquello de que los extremos se tocan, sea la más acertada. Y si en lugar de decir Arturo lo dicho, hubiera dicho: ¡ah! estoy tan desamparado, que ofrezco a cualquier divina imagen mis ímpetus de perfección ¿acaso no hubiese sido esto lo más adecuado?

Luego de leer Une Saison en enfer que como arriero cargado de cantos y desengaños aquí traigo, me gustaría que tanto Rimbaud como Verlaine, en lugar de liarse a tiros y puñetazos como dos ciervos en berrea releyeran también este texto. Así podrían conocerse mejor, y si procediera, corregir sus presuntos e injustos desacatos contra la Belleza amarga.


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