jueves, 9 de julio de 2015

Trapería de Molina




Jueves último de junio. Una ola de calor sacudía las aceras de la Avenida Madrid, enfrente de los Jugados de Molina. El sol levantaba ampollas de los adoquines del parque de la Cerámica. Conocía esta zona, ya que dos manzanas más allá estaba La Bodega, donde de vez en cuando me abastecía de una barra de pan, una lata de sardinas y hasta de un tarro de comino para los gases de mi flatulento estómago. En aquella tarde tórrida de primeros de verano, iba yo a llenar mi garrafa de vino de un gran tonel situado en la parte más fresca del fondo de aquella tienda de barrio.

La flor nacida del sudor de una e-speranza, los vivos colores de la fachada del nuevo local que encontré, dos manzanas antes, detuvieron mi andar acalorado. Precisamente en ese momento inauguraban el negocio aquel, o lo que fuera. Del interior salía una música en vivo orquestada por un trío de chicas que amenizaban con sus canciones y guitarras a la concurrencia con un ritmo alegre y seductor. Me abrí paso como pude y entré. Al ver a los que allí habían, sin haberlos visto nunca en mi vida, me parecieron buena gente. No es que disponga de un resorte natural para predecir el buen rollo que pueda surgir con quien jamás he tenido trato, pero con sólo ver su cara, puedo adivinar que mi relación con ellos será cordial. Unas botellas de cervezas, zumos, patatas fritas, avellanas y panchitos repartidas sobre una larga mesa provisional, revestida de un mantel de papel verde limón, me animaron más aún a traspasar el umbral de aquel establecimiento.

A pesar de estar roto el aire acondicionado, todos disfrutaban de la velada. El ambiente, sin ser vulgar ni distinguido, por su naturalidad, buen gusto y decoración resultaba original y atípico en el mejor sentido de esta palabra. Gente buscadora de nuevos incentivos para superar el vivir viciado y vacío en una sociedad hipócrita, ordinaria e injusta.

Ya metido en aquel asunto cuyo fin desconocía, me sentí muy pronto uno más de los invitados. Al principio creí que se trataría de una tienda de regalos un tanto exótica por la variedad de artículos inusitados, extraños y sugerentes que allí habían. Por fin eché mano de un folleto informativo a mi alcance, y me di una mediana idea de donde estaba: Una tienda fruto del quehacer y la ilusión de una Asociación llamada Traper@s de Emaús, cuya actividad se centraba en la recogida, transporte, almacenaje y reciclaje de muebles, ropa, electrodomésticos, libros, menaje, y tantos otros residuos de los que nos desprendemos sin pensar que su adecuada reutilización puede ser todavía provechosa para quienes carecen de tales enseres. Me pareció una buena causa sin duda, pero, a mi entender, siempre crítico y quisquilloso, esta institución precisaba de un contenido menos paternalista y más reivindicativo con los derechos inalienables de las personas. Sólo me bastó oír las palabras de uno de los representantes de este colectivo en la presentación del acto para saber que andaba equivocado:
Somos hijos de una mala madre, un sistema perverso que se olvida de sus hijos más necesitados. Estamos comprometidos en la lucha contra la pobreza y la exclusión social.
Acabada la inauguración eché un vistazo a los objetos que allí se exhibían. Dudé en hacerme con un libro, pero me paré delante de un espejo incrustado en un precioso marco tallado en madera de haya. Lo pagué y abandoné la Trapería.

Desde ese día, hace hoy de ello cuarenta años, este espejo siempre estuvo conmigo en mi casa. Me sentía bien cuando en él me miraba. Cada vez que lo hacía, me veía yo a mi también dichoso y rodeado de tantos y tantos otros rebuscadores de pan y justicia alrededor de los contenedores del mundo, tratando de equilibrar el desigual reparto de los bienes de la Tierra.

He perdido muchas cosas a lo largo de mi vida: mis padres, el recuerdo, un hermano muerto, un diario de adolescente que he quemado poco a poco a través de mis apostasías, cansancio y desilusiones. Pero lo que más siento es haber perdido aquel espejo que un día compré en una Trapería de Emaús de Molina de Segura. Desde entonces no soy feliz.


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