lunes, 22 de junio de 2015

Tu Juanita bien vale un coche






Decir a Juanita que lo nuestro no tenía futuro, dar el salto a su adiós definitivo me costaba trabajo. No tenía el valor de decírselo. Pensé que una carta de despedida, sin tener que soportar ambos la vergüenza y el fracaso, sería la mejor forma de resolver mi separación. La carta la tenía escrita hacía más de dos meses. Si Julia, mi nueva novia, se enteraba que yo seguía saliendo con Juanita, me quedaría sin el pan y sin el perro. De hoy no pasa, -me dije.

Dejé el coche mal aparcado. Sólo me llevaría cinco minutos: entrar al estanco del Garrampón y comprar un paquete de cigarrillos. Luego me dirigiría a la calle de Correos, y allí en el buzón de la entrada echaría el sobre. No quería retardar más aquella carta. Me quemaba en el bolsillo. Juanita no se merecía que yo la estuviera engañando por más tiempo con Julia.

Juanita era una perita en dulce. Nada había en ella que no fuera perfecto. Esa perfección plana, monolítica y light, sin curvas excitantes. Boca de labios finos, piel cristalina, manos estáticas, pechos cerezas de Napoleón, ojos de muñeca, pies estándar, andares de princesa del Peloponeso. Suyo era mi corazón y sus uñas esmaltadas de nácar. Míos eran sus escasos besos. Suyos mis requiebros y sus alergias al vino y a las aceitunas. Aburridas y mías sus tardes de telenovela y salsa rosa. Suyos sus cabellos dorados a botellazos de oxigenada, suyas sus gafas de sol y pasta que me negaban la luz de mis sueños. Hasta el coche que yo llevaba también era de ella. Todo en Juanita era dádiva, esa dádiva congénita y por ende tan poco de agradecer. Tan todo era ella, que nada de Juanita quedaba a la insinuación, a la complicidad o al misterio. A cualquier hora pegada a mi la tenía, cual cagada de mosca que ni siquiera la notas.

Mis gustos en aquella época no eran muy procaces, exigentes y relamidos. La consumación instantánea de mis deseos muy pronto me dejaba insatisfecho. Yo no sé lo que tiene la conquista que, si no es aguerrida, costosa o ardiente, su triunfo sabe a poco. Me apetecían platos más convulsos, agridulces y mordientes. Los quereres son como el jamón, se adoban con sal y pimienta, y se curan con los fríos de la reyerta, los esquives de la ausencia y la pasión de los vientos.

Julia, mi nueva chica, tenía, en cambio, los labios carnosos, corajuda de temperamento, manos acariciadoras y escrutadoras, pelo excesivamente negro, natural y corto. Inestable e impredecible. Las uñas de los dedos de sus pies de rojo intenso, del mismo color que las tardes de Lo que el viento se llevó. Trabajaba en una de las jamonerías que el Pozo tiene a la salida de la carretera de Alhama. No tenía coche, pero sus ojos eran los faros más luminosos del mejor auto de lujo; y sus caderas, la mejor caja de cambios que he conocido.

Cuando volví a las inmediaciones del estanco del Garampón, no encontré el C-4. En su lugar, un adhesivo amarillo pegado en el suelo con reflejos fluorescentes quemó mi vista:
1959FBV  retirado por la grúa.
Desde el estanco del Garrampón, andando hasta el depósito municipal, hay más de una hora. Aquel día, salvo a la tarde, que recogería a Julia a la salida de su trabajo, no tenía nada que hacer. Así, que me puse en camino hacia el aparcamiento municipal de Los Álamos donde supuse que el coche estaría retenido.

El encargado del depósito tenía cara de ex-presidiario, cabeza grande, ademanes brutos, ojos inexpresivos, oreja peludas y un vulgar tatuaje, (corazón atravesado por una flecha), en la parte izquierda de su pecho, al desnudo, por las calores propias de aquel garito en el que estaba enclaustrado. Sus dedos pulgar e índice sellados de anillos cogieron mi deneí. Miró la foto. Luego alzó sus ojos de bellota y se quedó dudando de mi identidad. Oí que murmuraba:
¡Y a mi que más me da que la cara de este payo no se corresponda con los datos de la dueña de este coche! Los papeles son los que mandan. Y ambos papeles están en regla.
Pagué la tasa por retirar el vehículo. Firmé la liquidación. El hombre del ramplero corazón tatuado añadió:
En el número 107 tiene usted su coche. Ya puede sacarlo.
Cuando llegué al 107, la plaza estaba vacía. Allí no estaba el coche. Volví al cajero. El hombre se encogió de hombros. Y me dijo de nuevo:
Lo que manda son los papeles. Y yo tengo aquí este justificante firmado por usted como que ha pagado el recibo por haber retirado el C-4.
Fue inútil discutir con aquel bulto de carne, capaz de trapichear con vehículos fantasmas. Coches, conductores, personas, clientes, a él nada le importaban; sólo se arrodillaba ante los papeles o ante la guita de un posible soborno para lucrarse a mi costa.
Los papeles son los que cantan –repetía el hombre una y otra vez sin venir a razón. ¿Por qué tengo que fiarme de usted, si tengo los recibos y las fotocopias que me dicen lo contrario? No hay mayor prueba que ha retirado usted el coche que este papel firmado de su propia mano.
Malhumorado y harto de escuchar la cantinela de este hombre disfrazado de apisonadora, abandoné el depósito municipal. Volví de nuevo a las inmediaciones del estanco del Garrampón para comprobar si tal vez me hubiese confundido, y no fuese el C-4 el coche retirado por la grúa. En el trayecto tuve tiempo de recordar algunas de las cosas que en la carta le decía a Juanita:
Juanita, he llegado a esta determinación, movido precisamente por el amor que te tengo. Si seguimos juntos, más tarde o más temprano esta llama que nos une se apagará. Y para que ello no ocurra, y siempre dentro de mi te lleve encendida, prefiero separarme de ti ahora que las lumbres de tus ojos aún iluminan mi alma.
Y así, repasando la carta que aún llevaba en el bolsillo de la chaqueta, llegué a donde mal estacionado había dejado el coche.

Para mi sorpresa, el coche estaba allí. Y dentro, al volante, estaba también Juanita. Y oí salir de su boquita de pera en dulce:
Sube, hombre, o ¿acaso no sabías que tu Juanita bien vale un coche?




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