jueves, 7 de mayo de 2015

La casa de los abuelos








Desde la altura de su digno y alto enclave, el Templo de Debod, hoy domingo, me seduce con su mirada milenaria, mientras paseo mis horas libres por el Parque del Oeste. Y la persistencia de este escueto y maravilloso encuadre incorrupto a través de culturas, siglos y trasiegos me trae, tal vez por ello, la casa de los abuelos al recuerdo.

La casa sigue igual, pero no huele a pan y miel como antes. Dos sillas en la entrada con el respaldo de cuero negro; sus patas torneadas simulan los pies de una esfinge; y hasta los asientos están recubiertos por los mismos cojines cuyas fundas la abuela adornara con punto de cruz hace años. El mismo cuadro sobre la pared del comedor: un hule barnizado de verde en el que veo inmóvil un velero cruzar el Puente de la Torre de Londres. Allí, bajo el hueco de la escalera, está también la mecedora con la manta de cuadros rojos y azules sobre su respaldo de rejilla. Y aún estando todo en su sitio, y todas las estancias debidamente amuebladas como antaño, veo la casa vacía. El tiempo se ha encargado de arrancar el alma de todos aquellos objetos, otrora para mi tan reveladores. Junto a la chimenea, muerto está el alto pedestal de madera con su maceta hueca y desprovista de flores. Muerto el perchero, aunque de él aún cuelguen una gorra del abuelo, un garrote y un paraguas. Y quieta y muerta en el pasillo, también, aquella pequeña bicicleta en la que todos los nietos aprendimos a montar un día.

De no haber nada en la casa, no hubiera tenido yo tanta sensación de vacío. Pero descubro debajo de la cama las zapatillas de la abuela; y en la cocina, la platera con sus vasos, fuentes y tazas de loza blanca, y aún más siento el abandono y la desolación de la casa, antes tan colmada de dicha, y ahora tan triste y descorazonada. No hay mayor sentimiento de vacío que ver una habitación cargada de objetos cuyos amos murieron hace tiempo.

Y al ver la luz de la tarde colarse por el hueco del pórtico de Debod, me acuerdo también de la sala cuya ventana asomaba al patio, la más fresca de la casa; pero el cálido frescor que en mis años de niño allí sentí, tampoco ahora es el mismo. Incluso veo que sus paredes lloran por no oír las toses del abuelo, cuando allí se refugiaba a fumar un par de cigarros tras el almuerzo.

Luego salgo al patio por la puerta falsa. En el centro, sigue en pie el aljibe alicatado de azulejos salteados de azul y blanco por cuyas juntas afloraba el musgo. Su verde, aún siendo vivo y tierno, también está muerto y aburrido, al no ser pisoteado por los nietos cuando en el verano nos empinábamos para beber del caldero. Y el agua con su luna bañada en amarillos y la tarde reflejada en este estanque que rodea la casa de Debod acuden a mis oídos con el mismo repiqueteo alegre de aquel pozal contra las paredes del pozo. El abuelo entonces, cuando los nietos llegábamos en tropel y sudorosos de jugar en la calle, salía solícito a nuestro encuentro, nos daba a beber del cuenco grande de sus manos labriegas, y nos decía: 
Venid pajaritos, bebed de este agua, bendición del cielo que cuesta poco y no emborracha.
Luego nos señalaba el tubo que bajaba el agua de lluvia del tejado a través de un sistema de filtros, que el mismo allí nos mostraba como obra de su mejor invento.

La enredadera también es la misma; sigue testaruda con su trepar aferrado a la pared que linda con la casa de la tía Pascuala. En la entrada del corral, la puerta clara pintada de azul, por la que los gatos se colaban cada vez que la abuela se ponía a cocinar en el fogón de fuera, sigue incólume cual estos dos arcos impertérritos delante del edificio de Debod. También los gatos venían cada vez que el abuelo se sentaba en el celemín a comerse una sardina de aquellas que chafaba con el canto de la puerta entre trago y trago levantando el porrón del vino, sin derramar una gota con aquel arte del que presumía como si fuese el mejor acróbata de un circo.

Y así como este Templo nubio se levanta ahora ante mi vista como lo estuvo durante siglos en el valle de Asuán, la casa de los abuelos renace dentro de mi exactamente como en mis años de niño. Todo sigue igual. Pero una sombra invisible recubre de soledad todo lo que alberga. Una pátina inmaterial envuelve las cosas robándoles su brillo, reduciendo a la quietud más muda sus formas, bellezas, geometrías y ondulaciones. Aquella antigua vitalidad de los objetos, su más viva realidad, convertidos ahora en nada. Y no es la nada indiferente con la fría ausencia de aquella casa la que me desgarra el alma y me sumerge en el fondo de un mar oscuro de recuerdos ahogados y marchitos, es sobre todo ver las cosas delante de mi, intactas como antes, pero ¡ay dolor! desprovistas de su gracia.

Fue necesario que unos mecenas rescataran de las orillas del Nilo la Casa de Debod, para que las aguas de este lago gris y artificial me traigan al recuerdo ahora la añoranza de la casa de los abuelos. ¡Pero pobres recuerdos, ecos mudos y mustios! Ya no cantan las cortinas con sus festones de seda, ni las aguas de ningún río besan las hieráticas piedras de este monumento en memoria del dios Amón. Y vuelvo a encender la lámpara del techo del dormitorio de los abuelos. Aquellos antiguos destellos que sobre la paredes antes me sugirieron lunas, estrellas, barcos y cometas, ahora sólo pintarrajean sombras, ratones furtivos en busca de musarañas.

Las cosas para seguir vivas necesitan la mirada y el cariño de aquellos que las cuidaron y quisieron.

No hay comentarios:

Publicar un comentario