jueves, 4 de diciembre de 2014

Amor obligado





No le molestó a la mujer que el hombre entrara en su habitación como irrumpen las olas contra el acantilado, los días de mar confusa. Tampoco se enfureció la mujer, cuando el hombre arrancó de sus manos el cuaderno en el que en ese momento escribía:
Vivo en la cueva de los besos del hombre. Las cuerdas de los violines de sus manos, serpientes amaestradas, acarician el ombligo sin fondo de mis noches de búhos y comadrejas, incontinencias mecánicas. Vive el hombre en el volcán de mis pechos enconados. Ambos bebemos de la dulce leche negra de nuestro deseo obligado...
El hombre, torbellino contra el verde prado de la mujer en calma, trocearía hoja a hoja, verso a verso la canción, que ella, sin él saberlo, a él dirigía. Luego, el hombre tiraría a su cara los trozos rotos. Pedazos de papel caído, lágrimas blancas. Cachos arrancados del alma de la mujer enlagunaron la alcoba.

Si tuviera que medir la mujer el odio del hombre reflejado en sus dientes apretados, en su frente de surcos airados, en el color amoratado de las venas abultadas de su cuello, escogería el último tornado que arrancó de cuajo las palmeras, bancos y farolas del paseo marítimo donde el matrimonio vive en hogareña paz a la vista de vecinos y turistas. La mujer tranquila, no sabe por qué no respondió al hombre de igual manera. Una montaña se resiente de rabia ante las pisadas agrestes de sus alimañas. La mujer quedaría paralizada como perro en muestra ante su apetecible presa. O tal vez pretendiera que el vendaval del malhumor del hombre, al chocar con su impasibilidad sobresaltada, se calmara. Tampoco la mujer se desilusionó al ver su escrito de amor obligado arrojado al suelo, con destino distinto a la función que ella en su mente tenía. De sobra conocía al hombre por sus despropósitos oscuros.

Lo que sí le disgustó a la mujer, es ver su botella de agua aplastada. No contento el hombre por la actitud pasiva e indiferente de la mujer, después de destrozar todas las hojas del cuaderno, cogió la botella en la que ella acostumbra a beber de su inspiración engañosa, y la estrujó como se apretuja para lavarlo un trapo de limpiar la mesa. Si el hombre le hubiese pegado un guantazo, no le hubiese dolido a la mujer tanto como ver aquella su pobre botella arrugada, violentada.

Luego, muchas veces a lo largo de sus días, se preguntaría la mujer por qué aquella anomalía de sus sentimientos inexplicables. Nadie entiende que a una mujer le duela el mal estado en que queda la vajilla de su boda al caer al suelo destrozada por el correr de un gato, más que la herida de su ceja partida por un sopapo del hombre. Tampoco ella entiende que el hombre sea tan bellamente cruel y bueno.

Tampoco yo entiendo que la mujer, después de aquel incidente de su poema por los suelos, viva tantos años junto al mismo hombre, conserve además, como icono de su sumisión ineludible, aquella misma botella destrozada y siga, incluso, bebiendo de los mismos besos de la cueva del hombre.

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