jueves, 6 de marzo de 2014

Las flores de mi amor robado







Si el mundo es tan bello y se refleja,
oh Señor, con tu faz en nuestros ojos,
¿qué más nos puedes dar en otra vida.

Pues ¿con qué otros sentidos me harás ver
este azul que corona las montañas,
el ancho mar, y el sol que en todo luce?

(Joan Maragall. Cant espiritual)



A pesar de ser domingo, y por ser precisamente domingo, tres horas antes de las once, ¿digo tres? ¡Y más de cuatro! A las seis de la mañana, ya estaba llamándonos, para que le pusiéramos la tele, que quería oír la misa. La convenzo que aguante acostada hasta que sean las nueve. Que son las siete, aún faltan dos horas para la función religiosa – le digo-, con un cierto retintín en las dos últimas palabras. Mientras, preparo un café. Su habitación y la cocina forman una sola estancia, dividida por una gran puerta de corredera, que cerramos sólo cuando ella duerme. En silencio tomo el café con un buen chorro del coñac, aquel que ella me regalara por mi cumpleaños. Sentado estoy en el sillón que hay junto a su cama. Aquí mismo, me pongo a escribir. Pero no estoy cómodo. O tal vez demasiado. La escritura requiere una estoicidad equilibrada, una justa posición para no perder el hilo de las ideas. Tanto la continuidad del trazo y el ritmo de los pensamientos han de ir acompasados como dos afluentes de un mismo río. Basta que uno corra más que el otro, para que la imaginación se vaya al garete. Pasa lo mismo con sus transfusiones de sangre. Ella no puede poner el brazo de cualquier manera, si queremos que la sangre fluya como es debido. Lo mismo con la pluma, si la pongo muy paralela al cuaderno, la tinta no llega al papel. Y la inestabilidad de mis rodillas tampoco son un buen soporte para escribir libre lo que con su expresión y gestos me dice esta buena mujer.

De vez en cuando, levanto la cabeza para mirar su cara, sobre todo para poder descifrar las palabras inteligibles que salen de su boca. Quiero ver lo que ella ve, quiero oír lo que ella dice, lo que ella oye. Y dejarlo aquí escrito para revestir su vida de salud y continuidad. El sillón donde estoy tiene el respaldo muy inclinado, y mis rodillas no son buen apoyo para el cuaderno. Me cuesta escribir. ¡Ay si yo fuera de verdad un escritor, y no un simple contable en una fábrica de albaricoques y alcachofas! Ahora mismo fijaría en mis letras este instante detenido. Y convertiría en mentira la terrible enfermedad de esta mujer. Y la verdad de su locura sería rota por la cordura onírica de sus sueños, sus visiones y delirio. Y este cálamo de letras incómodas y torpes, en lugar de garabatos de musarañas que ella ahora traza al aire con sus brazos extendidos hacia el techo, serían mariposas, palomas, alondras aleteando color, canción y felicidad.

Remuevo con la cuchara el azúcar reposado en el fondo de la taza. Me gusta el café en taza. No en cualquier taza, sólo en las que hace tiempo ella consiguió juntando no sé cuantas tapas de danone. Aún nos duran. No se rallan, relucientes están como el primer día. Y arcilla eterna quisiera yo que fuera lo que escribo. Y al igual que aquel jeque árabe que ordenó esculpir su nombre de más de dos millas de largo sobre la arena del desierto para ser visto desde la luna, quisiera yo escribir su nombre en esta libreta para que las alimañas del tiempo, la culebra de los días no devoren las letras de su cuerpo, y sean leídas más allá del ocaso de los días.

Al sonido acristalado de la cucharilla contra las paredes de la taza relaja sus agostados labios, ofreciendo al vacío una sonrisa infantil, como la de esos niños que se alegran nada más ver a su mamá entrar por la puerta, cuando están llenos de miedo, solos en su habitación, frente a los terribles sueños de la noche. El jubiloso sonsonete de la cucharilla le da seguridad y afecto, la protege de los feroces perros que la acosan. Ahora sus labios no cesan de moverse, y de nuevo mis oídos quieren atrapar sus palabras que como escurridizos peces se me escapan.  Aún así, yo interpreto su rezar, incluso me atrevo a poner en su boca esta plegaria:
Ay, Señor, yo no me quiero morir, ni tampoco alcanzar el cielo de los humanos, ni el de los pájaros, ni el de los curas, ni siquiera el de los mahometanos, la mejor gloria del mercado con su bufé libre incluido, que yo me quiero quedar en este cielo de la tierra con mis hijos y mis nietos. ¡Ay Señor, te lo suplico, que no me mate el morir!
En la tele, mientras conectan con la iglesia de donde van a retransmitir la Santa Misa, una orquesta acompaña la voz descuartizada de una gitana que canta una seguriya que habla de palabras a traición, falaces y necias, de manojos de hierbas malas, conjuro de malas lenguas. Con rabia bruta, la cantora, vestida con una túnica de volantes rojos, recita versos de dolor. Pide a las aguas del río solución a su desgracia. Vive engañada entre frases hechas de promesa incumplidas. Los violines de la orquesta, tañen, gruñen, lloran y ladran oraciones y quejidos. Y las trompetas del fondo, y los tambores y el bombo, marcan el paso de la gitana que corre desesperada a la cueva de una bruja para que rompa el hechizo de sus palabras robadas por la mentira de un gitano lenguaraz y tarambana. El coro al unísono con la orquesta, y la gitana de rodillas en el centro del escenario. Todos acompañan a la mujer que canta su lamento con verso de dolor quebrado:
Que me devuelvan el verbo, las flores de 
mi amor robado.

1 comentario:

  1. Como soy un inepto en materia informática, no di con la tecla para que se publicara un comentario anterior. Y ya no recuerdo bien lo que quise manifestar, Juan. Pero cada vez que lanzo los ojos a tus escritos me sorprende tu buena prosa. Te imagino con el bloc y la pluma sentado en un recio tronco de albaricoquero observando si asoman a flor de tierra los primeros brotes de las patatas recién sembradas y volcando en el papel las ideas que duermen inquietas en tu cerebro. Un abrazo, literato.

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