domingo, 2 de febrero de 2014

La muñeca de Kafka







Hoy, Franz se siente valiente y generoso; y exclama resuelto: Me desprenderé de todo lo que hasta ahora llevo escrito, mi viejo yo malherido y proscrito. Y como el agricultor, que no se atreve a podar sus frutales, recurre a su amigo Max Brod. Y en lugar de enfrentarse a sus fantasmas y demonios, y acabar él mismo con la tenebrosidad de los rastrojos de su propia monda, Kafka, inseguro, le dice a Max: Compañeroquema todos mis libros, correspondencias y diarios.

No es la modestia la que lleva a Franz a desprenderse de su obra. Tampoco, su soberbia. Ni siquiera aquel domingo de Ramos, cuando el joven escritor se emperifolla con su abrigo nuevo y bombín calado en busca de nuevos temas y personajes para sus historias, aparenta orgullo. Parece más bien un pobre niño abandonado. Y una mezcla de inconformismo e ingenuidad brota de sus ojos penetrantes, incisivos. El joven escritor se siente insatisfecho y triste, como esa niña con quien coincide en el parque. La pequeña llora a lágrima viva porque ha perdido su muñeca.Y el de Praga valora tanto el arte y la piedad que nunca se contenta con lo que escribe, nunca sus escritos consiguen apagar su sentimiento de belleza, felicidad y pérdida. Con todo, Franz consuela a la niña, y le dice, como si a sí mismo se dijera:
Tu muñeca, pequeña, se ha ido de viaje. No llores, ya verás, mañana, recibirás una carta suya.
Franz quiere empezar de nuevo, abrir nuevos caminos. Metamorfosearse. Y se acuesta aquejado y tenebroso, reflexivo y acomplejado, con el deseo de amanecer inmerso en un nuevo Proceso, emprender otra andadura, tanto argumental, sicológica, como estilística, menos críptica y siniestra. Y al acostarse, escribe su testamento de inmolación y renuncia, como quien reza sus oraciones antes de dormir: Haz que el sueño, oh mi Señor, purifique mi memoria, pulverice mi olvido y reinvente mi maltrecha historia. Y, terrorista de sus propias novelas, ata al cinturón de su pijama catorce cartuchos de explosiva tinta, unidos por la mecha de su fe e inspiración terrorífica. Quiere Franz que a su primer ronquido estallen todos sus textos, quiere convertir en cenizas sus obsesiones y mandar al infierno las fobias y su miedo:
Me preguntaste una vez por qué afirmaba yo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestar, en parte, justamente por el miedo que te tengo. (Carta a su padre)
Franz quiere olvidar su pasado, por viejo, odiado y repetido. Como el árbol que se desprende de su vieja corteza, el escritor escupe a hachazos las costras emponzoñadas de su sentir lúgubre y tuberculoso. Franz, en vela, se siente desamparado. Y se acuesta con la esperanza de que, al amanecer, un padre bueno estará a su lado. Y ya no será él más, como ayer, ese monstruoso insecto de caparazón duro y vientre oscuro. Y cual paloma mensajera, cartero de muñecas, consolará con sus nuevos textos el dolor, este dolor de niños perdidos y abandonados que todos llevamos dentro.

Al día siguiente, tras un sueño largo y tranquilo, Franz se despierta. Y se encuentra en la cama con aquella muñeca. Sí, la misma muñeca que la niña del parque berlinés de Steglitz perdiera. Y la muñeca le dice al escritor: Mentiste a mi dueña. Nunca le enviaste ni escribiste, Franz, aquellas mis consoladoras cartas. ¿Puedes hacerlo ahora?

Y allí mismo, sin levantarse de la mesa, durante ocho horas seguidas, Kafka escribió Cartas de la muñeca viajera. Pero, precisamente, para desgracia de la literatura, ese fué el único libro que su amigo Max tiró a la hoguera. Y nunca, nadie, ni tú, ni yo, ni la niña aquella, ni siquiera Paul Auster supo jamás de aquellas reconfortantes cartas.

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