viernes, 1 de noviembre de 2013

Los cipreses no lloran




El caminico de los muertos acaba en cuesta. Hay cementerios que huelen a cipreses recién podados, y el aire que pule las cruces de sus panteones sabe a miel de resina; sin embargo los crucifijos del cementerio de Azulada son espantapájaros que asustan a las mismísimas ánimas del purgatorio. La tarde está espesa y sorda.

Víctor Carpena llama a la casa del sepulturero que está justo a la entrada del camposanto, a la derecha, junto al jazmín real de flores grandes y rosas. Bebe un trago de agua del botijo que cuelga en la pared bajo la sombra del jazminero. A Víctor, el sepulturero no le cae mal del todo. Al contrario, lo envidia por lo bien que se lleva con la muerte. Lleva Pascualico el enterraor varios dientes de oro, botín bien merecido, por el trabajo de sus inhumaciones.

Azulada y el cementerio parecen dos jinetes cabalgando de espaldas sobre los lomos de un monte. El pueblo y el cementerio se parecen en el trazado rectangular de sus calles, forman ambos un perfecto diagrama cartesiano.

Las calles del cementerio, como los caminos de la muerte, son todas iguales. Víctor se siente perdido por no encontrar el nicho de su padre. Le pregunta al sepulturero. Sigue las indicaciones de Pascualico. Y sus narices de pronto se llenan de un olor a gamuza pringada de azufre que le hace escupir salivajos verdes. Su cuerpo al momento se cubre de un salpullido de ampollas, la culpa que le corroe por dentro. Bien su madre se lo dijo antes de venir:
Lleva, cuidado, hijo, no deberías ir al cementerio. Con esa herida en la frente, se te infectará todo el cuerpo.
De pequeño casi todos los niños quieren ser como sus papás; en cambio Víctor Carpena creció con la idea de no querer nunca parecerse a su padre. Hoy el hijo viene al cementerio, más que por venerar los restos de su progenitor, a pedirle cuentas por una maldición, y disculpas por un parricidio.

Una ventisca que viene del monte del Castillo ciega a Víctor. Los vientos de Azulada llevan una horca en el vientre. Víctor Carpena entre las inscripciones de las lápidas selladas busca el nombre de su padre. El pasado de Víctor es una campana sin badajo, sus tañidos se pierden como las pisadas silenciosas de sus pies sobre el polvo blanco del cementerio. Por fin, la extendida mano justiciera de la estatua de un ángel señala al hijo un nicho segunda fila. Por la fotografía Víctor reconoce al padre. Coge un trapo sucio de un pozal arrinconado en una de las bóvedas de un nicho vacío. Limpia el polvo del granito de la lápida, y descubre las letras del nombre de su padre: Mario Carpena. ¡Si la piedra le dejara ver lo que hay dentro, el hijo comprobaría que ya nada, de lo que busca, queda. Víctor reza para si:
A mi padre lo llevo yo en la espina de mi carne. Y es mi duda su memoria.
De pie frente a la tumba, recuerda el hijo los avatares de la muerte del padre. La tarde antes de morir, mientras que madre lava ropa ajena en casa de doña Pilar, Víctor se queda a solas con el padre. Tumbado en la cama, Mario Carpena le cuenta al hijo que quiere ampliar la pequeña carpintería con la compra de un bajo más grande, que ya nunca más volverá a emborracharse, y que está deseando terminar de pagar la hipoteca de la casa, pero lo primero que haré cuando me ponga bueno, -jadea ahora el padre- será restañar los amores rotos con tu madre.

La madre advierte al hijo antes de irse:
Nene, ¡por nada del mundo dejes que tu padre se lleve ni un sorbo a los labios! 
Víctor, al escuchar del padre sus buenos propósitos, se olvida de la advertencia de la madre:
Padre, sellemos tu promesa con un trago.
Sí, hijo, ahí, en el armario, a la derecha hay una botella.
Desde hace tres meses, cuando le diagnosticaron la cirrosis, el padre no ha catado la bebida. Víctor quiere que la muerte de Mario suene a ebria despedida. Y le sirve al padre moribundo un vaso de vino hasta los topes.

En ese momento Víctor recuerda la sarta de correazos, que su padre le propinó una tarde al volver de bañarse de la balsica las nieves. Al hijo desde entonces se le encasquillaron los genitales. Víctor ahora da al padre a beber un vaso tras otro, hasta capuzarle en el galillo la botella entera de vino. Luego, el hijo oiría zurrir las tripas del padre como hacen las aguas sucias al colarse por el agujero del retrete. Padre e hijo, callados un buen rato, el tiempo suficiente para que el aire de la habitación se vista con una nube apestosa, grandes bocanadas de vino. Tal vez Mario Carpena, debido al atracón de alcohol, se percatara de la proximidad de su muerte, Y le dice al hijo:
Está visto que no puedo engañar a la muerte, pero un traspié sí he de ponerle. Tú, hijo, serás su zancadilla, seguiré viviendo en tu agitada carne. Lo que tú eres no serás y serás lo que no quieres.
En aquel tiempo, debido a su edad o a su aturdimiento, Víctor no comprende el sentido de las palabras del padre. 

Al día siguiente, bien temprano,Víctor ve como madre cierra los ojos al marido, uno, el derecho, el otro, por estar pegado a la cabecera, ya lo tenía cerrado. Su cara tiene una expresión extraña. El guiño de un muerto no es nada gracioso, la boca desencajada, la mandíbula inferior completamente desajustada. Mario Carpena para morirse ensayaría una serie de muecas. Como buen burlón, escogió la más espantosa. Alguien ahora pide una cerilla para ponerla en la boca del agonizante, y comprobar si aún vive. Víctor observa como el aliento del padre ya no empaña el cristal de su niñez lastimada. No más correazos por irse con su amiguito del alma a bañarse a la balsica de las nieves.

Muy pronto vienen los que por oficio tienen el vivir de los muertos. Piden a la mujer de Mario el certificado de defunción. Coma etílico, dice el parte médico. Los funerarios cogen de la cama a Mario Carpena y lo depositan en el ataúd. Trasladan la caja a la estancia, su pequeño taller de carpintería durante años. Víctor ayuda a su madre a preparar el muerto. Atan los pies a Mario, le sujetan la mandíbula con un pañuelo blanco alrededor de la cabeza para que su boca no diga que su hijo lo ha muerto.

Durante el velatorio Víctor observa como los carrillos de su padre se agrandan cada vez más, ve en su cara el campo devastador de su última pelea, la borrachera final, su parricidio. La cara de Mario Carpena muestra un aspecto irónico, como si se burlara de la vida. La madre le pone al hijo la corbata negra del padre, la de casar. Con sus tan sólo doce años, Víctor parece un novio triste.

Luego vino, el entierro, el funeral, el pésame. Unos le estrechan la mano a Víctor; otros le dan un abrazo, los más instruidos susurran latines, y otros sin proferir palabra pasan por delante bajando la cabeza en señal de duelo. Víctor, apenas recuerda sus abstractas fisonomías: obreros de la madera oliendo a viruta recién cepillada, albañiles toscos y duros con su piel agrietada por el frío, banqueros siempre endomingados, comerciantes blandos con cara de alcancías, viejos del campo con su chamuscada gorra cogida entre las manos, el torso inclinado pronto a quebrarse, mujeres de ojos saltones y anchas caderas, jóvenes incapaces de mostrar condolencia alguna. Durante el tiempo que duró el cortejo, Víctor disimula su culpa. Mantiene clavada su mirada en el ajedrez de las losetas negras y blancas del piso de la Basílica de la iglesia mientras los deudos le acompañan en el sentimiento.

Ahora, después de bastantes años de la muerte de Mario Carpena, su hijo Víctor Carpena, delante de la tumba de su padre se restriega los ojos para espantar las sombras de aquel funesto recuerdo.

El sepulturero ayudado de una seca rama de dátiles barre la broza caída de los cipreses. Pascualico ve a Víctor salir del cementerio. Y le dice:
Estos cipreses hace ya más de treinta años que los plantó don Joaquín el del Portillo, alcalde que fue de Azulada al terminar la guerra. Más o menos por aquellas fechas murió tu padre. ¡Mira, qué altos y qué hermosos están! Yo nunca los vi llorar.
Puede, Pascual, -contesta Víctor-, pero la vida de un árbol no vale más que la de mi padre.


No hay comentarios:

Publicar un comentario