lunes, 23 de septiembre de 2013

Distopía alemana



Frente al utópico Mundo feliz de Huxley: el Gran Hermano de la distopía de Orwel. Estos dos libros, como la bondad y la maldad, teñidos están de una gran ironía. Nada queda fuera del absurdo natural y consustancial que nos vive. La literatura, siempre en el último bastión, como recurso ante la crisis, frente a la locura, cuando ya nada es posible.

En sus tiempos de juventud Enrique confiaba en que algún día podría llegar al País que a Shakaspeare le llevara a decir aquello: ¡Oh qué maravilla! / ¡Cuántas criaturas bellas hay aquí! / ¡Cuán bella es la humanidad! / ¡Oh mundo feliz, / en el que vive gente así!

Después de más de seis lustros Enrique se reune con sus antiguos compañeros de esperanzas. Anoche estuvieron cenando con motivo de la jubilación de uno de ellos. Hace años que no se ven. Después de la entronización de la Democracia en España, allá por los ochenta, sus vidas tomaron rutas y asientos completamente distintos y distantes.

En un lugar apacible, junto a la Rueda de la Ñora, y rodeados  por un un laurel y un par de moreras, la conversación de los amigos pretende ser sustanciosa. Sus comentarios van de la banalidad más respetuosa e hilarante hasta la más educada preocupación por las desconocidas y nuevas circunstancias del otro. Acostumbrados a congregarse entonces junto al fragor de la lucha, preocupados por asuntos como la libertad, la revolución, la amnistía, la seguridad del aparato de propaganda, el infortunio del colega aquel en comisaría..., ahora se ven sorprendidos en un nuevo contexto. Conversan sobre las elecciones en Alemania, por no hablar del tiempo, ni de los padres de familia que no tienen nada que darle a sus hijos. Se notaría mucho el abatimiento de aquellos viejos y enconados entusiasmos de antaño. Uno de los presentes, jacobino entre los de más pura cepa, además de imprudente, corta el resuello:
¿Quién nos iba a decir a nosotros, militantes comprometidos por las condiciones objetivas de lucha y transformación sociales, que después de treinta años, nos juntaríamos aquí para plegarnos de nuevo al marco alemán?
A partir de este jarro de agua fría, el color de la reunión quiere tomar, sin lograrlo, un tono menos amarillo. Algunos concurrentes hacen lo imposible por subir el rojo de sus intervenciones:
En cualquiera de aquellas reuniones, en las que nos desvivíamos por crear un economato para que los albañiles pudieran mantener su huelga, en las que pasábamos la bandeja para poder entregar el sueldo a la mujer del compañero en la cárcel, o cuando hasta la madrugada estábamos dándole que dale a la vietnamita para que a la mañana siguiente las calles de la ciudad  apareciesen sembradas de octavillas llamando a todos los trabajadores a la ocupación del sindicato facista, se le iba ocurrir decir a alguno de nosostros: “perdonad,  os tengo que dejar, me esperan en el club de Europa". 
Otros de los compañeros, a la sazón picapleitos del actual Gobierno de san Esteban, disimulando su transformación ideológica, evanescente amnesia mutante, mientras empuja con la punta de unos de los dedos la gelatina del helado del café, remarca la transcendencia del “hito histórico del momento":
¡Precisamente en este momento necesitamos una Europa más fuerte para salir de la crisis!
El mismo jacobino de antes se hace ahora el sordo, y pregunta sarcástico a los presentes llevándose una mano a la oreja:
¿Una Europa, para qué?  ¿Para acabar con Grecia, Portugal, y engordar a los bancos?
El  político en activo, el del Palcio de san Esteban, es el que entra de nuevo al trapo:
Ya no son los pueblos aislados los que deciden su futuro. Basta con los órganos de un partido bien apargatado, por ejemplo, la Unión Cristianodemócrata (CDU) de Merkel, para que todos los europeos volvamos a ver la luz después del tunel. La utopía ya no es posible, pero aún podemos detener a la distopía. 
El anfitrión, el jubilado homenajeado, una semana antes había pedido a Enrique que preparara unas palabras para realzar el final de la cena. A Enrique, nada más escuchar esa palabra tan torpe -distopía-, salida del acorchado gubernativo altisonante, se le quitan las ganas de proferir cualquier perorata.

Junto al murmullo del agua de la acequia Mayor de Aljufía, el tilo y el laurel, que a lo largo de toda la velada han escoltado gentilmente a los comensales, estiran aún más sus alargadas figuras, como queriendo captar el quid embrollado de la cuestión germana. Y Ricardo, al despedirse de estos dos árboles, exclama para sí: ¡Ojala antes de morirme pudiera sentir también este mismo olor a moreras y laurel!

1 comentario:

  1. No sé qué le ven sus paisanos a ese caballo percherón llamado Merkel, brrrrr.
    Y de la reunión, estoy con el grueso de la tropa. La Europa del sur es la que debía aliarse para acabar con el IV Reich.
    Un abrazo, Juan.

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