lunes, 22 de julio de 2013

Tres, tres, mariquita san Andrés




Azulada me lleva a escribir. Cada vez que piso el pueblo, soy empujado irresistiblemente a cincelar en tinta de nuevo mi pasado. Mi país no es sólo la infancia, sino que la infancia es mi eternidad, el presente todavía. Se borraron de mi cabeza los setenta y siete temas de las oposiciones a Magisterio, los partidos judiciales, las ocho bienaventuranzas del catecismo, los ríos de la vertiente atlántica, pero nunca olvidaré mi niñez. La escritura, ese perro en busca de su presa jamás alcanzada, el salmón en reversibilidad constante hacia la cabecera de su nacimiento, esa serpiente dispuesta a tragarse a ella misma por la cola. La infancia: el abrevadero inagotable de la inspiración de todo autor.

De los muchos años sobre mis espaldas, tan sólo una decena los pasé en Azulada. Las demás estancias en la Egelasta de mis cromosomas sólo se limitaron a visitas esporádicas, ser agradecido con esta tierra y sus gentes. Sin embargo, las sombras de aquella mi inicial permanencia, así como su poquedad, la penuria y su rapidez, fueron tan luminosas y de tal calado, que sumaron más que los sesenta años seguidos que viví alejado de este pueblo.

Yo nací mucho antes de que en el Arabí mis antepasados estampasen en las rocas de las cuevas sus cacerías, los gozos de sus conquistas amatorias, sus cosechas, el llanto de sus desgracias. No nací sólo en un otoño descolorido y frío de mil novecientos cuarenta y tres entre la hambruna de una posguerra y el aplastamiento de un sistema obtuso. Mi sangre ya corría por mis venas mucho antes, cuando mi bisabuelo Martín recorría en su tartana los sembrados de la cañá, las viñas y oliveras de los pinillos, los labrantíos de la casa el águila. Yo no nací en la casa del tío Morí, en el número 37 de la calle de San José según reza el acta de mi nacimiento. Mucho antes de que mi madre me alumbrara en esta destartalada casa cuyas falsas mis padres tenían a su vez realquiladas a Isabel,  la que luego casaría con Cosme el hojalatero, por dos reales, para menguar los siete que ellos debían pagar a Pura la villenera, la dueña, que luego la vendería a Morí, porque mis padres no tenían dinero para pagarla, yo ya corría entre las quebradas y los riscos de los genes de mis antepasados. Cuando mi abuelo, que nunca probó el vino, sólo grandes tragos de aguardiente con agua fresca en tiempos de siega, se encaramaba a los tejados en busca de mi madre, una niña de siete años que se resistía ir al campo y que se escondía como los gatos debajo de las canaleras, yo, aún sin haber nacido, ya me ponía de pie como un titiritero adiestrado encima de la mula de mi bisabuelo el tío recincho.

Cuando mi abuela Pepa, cargada con sus gallinas y su gato, su cantarico de aceite, la aguaera con los comestibles para aguantar dos semanas en el campo y, tras cuatro horas de ir montada en el rechinar de un viejo carro, y a remolque de una despelechada mula que cada año se moría porque a  mi abuelo se le olvidaba dar de comer, desembarcaba en la casa del Pintao, lo primero que hacía era enterrar las zenahorias y los nabos junto a la acequia para así mejor conservarlos. Pues bien, mucho antes de nacer mi abuelo Juan, mi bisabuelo Martín, mi madre y mi padre, las treinta arrobas de vino del barril de la bodega de la casa de la calle nueva ya corrían festejando mi vida futura por las venas de mi sino grabado en la espuma alegre del fermento de las cepas que plantaran lolos y recinchos, sopas y capotas allá por las viñas de los siglos que le precedieron al resguardo de los vientos y de las sombras que desde siempre protegieron a los habitantes de estas tierras al otro lado del monte de la Magadalena.

Mi madre, ya centenaria, está ahora sentada en su sillón, junto a la ventana. Como esfinge inmóvil, otea el horizonte que sobre ella cae como la tarde, pesada y gris, sobre unos hombros ondulados que como corvillas punzantes le siegan el cuerpo caído a pedazos, andrajos de momia sedente, silente, oferente, paciente y fervorosa. Y con su sueño irremediable besa el ara de la mesa de su vida su adiós interminable. Ella también talla con su silencio, igual que yo con mi escritura, la estatua de su vida que ni empieza el día en que nacemos, ni termina el día en que dejemos de vivir. Pues como dice Max Frisch en su Homo Faber: Nuestro oficio consiste guiar un asno hacia algún lugar. Ser eterno es haber sido.
Tres albaricoqueros tenía el abuelo plantados en el campico del malacón. Estos árboles sobresalían como las coronas de los tres reyes magos repartiendo regalos a los niños pobres del pueblo en la plaza del ayuntamiento, -le digo a mi hermano.Y este dice corrigiéndome al momento:
Estás equivocado, hermano mío. Siempre fueron cuatro. Cuatro como las esquinas de la bocacalle del horno del callejón ancho. Cuatro como las paredes de una tumba, cuatro como los ángulos del triángulo piramidal que embellece nuestra iglesia vieja. Cuatro como los evangelistas que sostienen la cúpula del firmamento de la basílica. Cuatro como los cuatro nietos que fuimos de nuestra abuela Pepa. Pero un día, un hombre se ahorcó en uno de aquellos albaricoqueros; entonces el abuelo mandó arrancar de cuajo aquel árbol cómplice. Desde siempre sólo quedaron tres, tres, como tres son las tres gracias, tres, tres, mariquita san Andrés, la mujer de Roque vende brevas y abercoques y si no que se ahorque, una, dos, tres y toque.

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