domingo, 30 de junio de 2013

Laura, Laura


Todos los domingos por la tarde mi padre y sus amigos, el Pizca y el Salitre, se iban a jugar al tute a casa de Venancio el molinero. Y si las cartas le iban bien, padre traía a casa, además de su buen humor, algunos kilos de harina con los que teníamos asegurado el pan para quince días. Mi madre se quedaba planchando, fregando y recosiendo culeras de pantalones y calcetines con troneras.

El tío Venancio tenía una hija un año mayor que yo: Laura. Con ella coincidí muchas de aquellas tardes en las que yo acompañaba a padre al molino. Laurita y yo nos revolcábamos en aquellos graneros grandes, anatómicos y eternos. ¡Ay si yo pudiera ahora hacerme con aquella cómoda y deslizante eternidad! Nuestro cuerpo saltaba de gozo cuando el escalofrío de un simple roce convertía en burbujas de colores cada uno de nuestros poros. La frescura limpia de la cebada limaba nuestra piel cubriéndola de amapolas. Nuestro juego era dulce como la canción del río, brillante como los granos del trigo. La mujer del molinero, nos llamaba luego a la cocina y nos socorría con aquellas rebanadas de pan con aceite y sal.

Hoy, después de cuarenta años de aquellas dulces sonrisas de Laura, de las sencillas timideces de mi niño olvidado, vuelvo a Azulada. Y me vienen al recuerdo escenas que no sé sí fueron ciertas, o son en este momento la sublimación de aquellos juegos llenos de símbolos y deseos jamás colmados, nunca definidos. Muy pronto perdí la infancia. Y he venido a este pueblo por ver si me la dejé aquí olvidada. El reloj de arena de aquellos prematuros años tendría un agujero por donde mi niño se escaparía sin yo darme cuenta.

La casa del tío Venancio estaba dos calles más abajo de la nuestra. Y con sólo asomarme desde nuestra ventana podía ver a Laurita ayudando a su madre a regar los geranios del patio. Ahora sólo veo la parte de atrás de unos grandes edificios. Ya no huelo a flor de harina, ni tampoco veo aquella cinta azul con la que Laurita se sujetaba el pelo por detrás de las orejas. Me paro en medio de lo que ayer fue la alcoba de mis padres. Busco en los cajones de la mesita de noche, y no encuentro nada en ellos que alumbre la fría nostalgia de aquellos años. Muy pronto como pez escurridizo se me fue mi niño de las manos. No siento en mi memoria la mano caliente de la hija del molinero.

En el ropero, una oscura covacha donde mi madre guardaba los trastos de la casa, (un canasto, un garrote, un ventilador roto, un perchero al que le falta una pata), encuentro también dos maletas de cartón. Y en el canto de una de ellas, unas iniciales que corresponden a mi nombre y apellidos. Seguro que mi madre guardaría aquí los juegos de mi niñez. Hasta hoy he sido como un espeleólogo, perdido bajo la sombra onírica en mi cueva interior. Tal vez sea este el momento de agarrarme a la cuerda que me guíe hacia la luz de fuera. Y esperenzado y lleno de alegría exclamo en voz alta:
Tal vez aquí encerrado encuentre mi niño.
Y justo en el momento en que a toda prisa intento abrir la maleta, oigo la puerta de la calle. Voy a ver quien es. Y no salgo de mi asombro:
¡Laura,  Laura! ¡ Que casualidad! ¡Eres tú, la misma Laurita de ayer!

1 comentario:

  1. Precioso, me ha encantado.Es grato de vez en cuando reencontrarse con aquel niño que fuimos y más si al abrir la puerta todos nos encontramos con aquella Laura que nunca olovidámos.
    Saludos.

    ResponderEliminar