miércoles, 29 de mayo de 2013

¡Ay mi Pili!


En la casa de mi madre todo es triste. Una tristeza ordenada y limpia, decente. Las paredes de su dormitorio sembrado de espinas y cristos sangrantes. Los adornos, los muebles, las sillas, los cojines, el florero de espigas secas sobre el tresillo, todo está en su sitio, en su sitio de siempre. Todo milimétricamente ubicado como si el tiempo no existiera. La casa de mi madre es una fotografía fija y mustia en el blanco y negro aséptico de un cuadro sin flores ribeteado de hojas muertas. La casa de mi madre es una brillante lata de escabeche echada a perder por su eterno anacronismo. La cocina es la estancia donde todo está aún más en su lugar. Los cubiertos, los platos, las servilletas y los azulejos destacan por su inmaculada blancura. El cubo de la basura, bien tapado, debajo del fregador. Y sobre la encimera, justo al caer de la ventana que da al patio de luces, un juego de cuchillos de mayor a menor, con el puño negro hacia arriba, metidos en su estuche de madera.

Mi hermana se casó con un maestro de escuela, y vive feliz lejos de mi madre en un pueblo de Almería. Feliz es estar vivo con alguien que te quiere. Mi madre y yo solos en esta casa. Como la casa, como mi madre, como el florero de espigas de trigo acristaladas de laca, yo siempre estoy triste como, desde que nos dejó mi hermana, triste también está su habitación vacía. Y cuando no me tomo las pastillas, mi tristeza se me sube a la cabeza y me convierto en un muñeco de trapo que mis nervios manejan a su manera. Menos mal que de vez en cuando me distraigo con mi muñeca-pareja. Mi Pili la llamo. Mi madre, cuando Pili y yo nos besamos, los dos acurrucados en el sofá delante de la tele, siempre se enfada conmigo. Madre cada vez que me ve metiéndole mano a la muñeca hinchable, me arma la marimonera. Y me amenaza con encerrarme en el manicomio de El Palmar.

En la casa de mi madre no hay macetas de geranios sobre la repisa de la ventana que da a la calle donde las jóvenes ramas de las moreras juegan con los resoles de la tarde. Mi madre remata con punto de cruz los manteles del altar de la parroquia con la persiana de la ventana bajada, con la cortina corrida. Hoy, una mosca incordia también triste por la sala. De vez en cuando, madre desde el sillón donde borda los capisayos de la iglesia, levanta la vista y escupe: nene, me das asco. La mosca inoportuna con su aleteo ultrasónico y punzante no para de molestarme. Pili, la muñeca hinchable, más cuerda que yo, más madura y paciente, calla; y no le tiene en cuenta a madre su acechante inquina cuando nos recrimina: nene, estoy harto de ti y de tu muñeca hinchable. Y con el ganchillo del molde veo como le asesta de pronto un pinchazo a Pili en la barriga. Pili se deshincha, y cae abatida al suelo. ¡Ay mi Pili! Yo me levanto deprisa del sofá, voy a la cocina, y cojo el cuchillo más grande.

Lo que pasó a continuación, mañana lo dirán en los titulares del telediario de las tres:
Hombre de 27 años, ingresado en el Hospital Psiquiátrico penitenciario por matar a su madre con un cuchillo de cocina, después de que esta le pinchase la muñeca hinchable que él tenía al lado mientras veía una película pornográfica. La policía encontró trozos del cuerpo de la víctima envueltos en papel albal y metidos en el cubo de la basura.

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