jueves, 31 de enero de 2013

Quién hay ahí





Mentiroso aquel medio poeta que me dijo un día:  
¡Qué a gusto debes estar en la soledad apacible y sabrosa de esta casa! Las flores calladas besan el cristal de tu cara. Las estrellas alumbran tu sueño. La palmera y el viento refrescan el cuerpo. El oro y la música de los pinos te encumbran como bandera a su pueblo.
Como si la soledad fuese una bella y dulce doncella, una geisha de compañía. ¡Que tiene la soledad las garras muy largas, espantosas y atroces! Tiene la soledad un rostro desagradable, y sus palabras son horrorosas. ¡Imposible convivir con esta bestia!
 
Alcé mi voz a través de la ventana con un quién hay ahí. Quería que mi grito en el vacío de la casa corroborara mi soledad confiada, engreída. Nunca hasta entonces tuve miedo de quedarme solo. Al contrario a todas horas presumía de no necesitar a nadie. Estoy acostumbrado a vivir así -les decía a los que venían a verme. Mis quehaceres cotidianos, cuidar la huerta, cavar la tierra, mi sordera, regar las plantas, podar los frutales, mi egoísmo, segar la hierba para los conejos, dar de comer a las gallinas, me bastaban, me distraían, me tenían ocupado, hasta el punto de no saber a qué sabía la soledad dañina.
 
Volví por segunda vez a gritar un más fuerte quién hay ahí. Jugué con mi valiente orgullo, no temía a quien pudiera aparecer en ese momento por la puerta o entrar por la ventana. Y escuché mis palabras rebotar en el fondo del pasillo. Su eco dócil de nuevo regresó desacompañado a mis oídos. Confirmado. Tranquilidad. No tenía por qué preocuparme. Seguía estando solo, a salvo, en la casa solitaria con mi soledad complaciente.

Sólo cuando los pájaros en el tórrido desplome del mediodía dejan de piar, es cuando más echamos en falta su canto. Y animado por este sabio y contradictorio pensamiento de mi amigo el medio poeta, otra vez volví a probar, a poner en jaque mi autosuficiencia.

Y por tercera vez, en una octava más alta que las dos anteriores, chillé, desde donde estaba sentado, hacia los barrotes de la ventana, un último aguerrido quién hay ahí. Mis palabras de nuevo como acobardadas y más presurosas vinieron a mí. Pero no las reconocí. Sabía que eran mías, no había nadie más en la casa, ni dentro ni fuera. Pero las sentí extrañas. Era otro su timbre, su escalofriante silbido, su aterrador deletreo. Era la primera vez que yo no era lo que decía, ni lo que nombraba. No me reconocí en mis palabras. Y salí corriendo.

Desde entonces tengo miedo. Mis temblorosos labios no han vuelto a proferir palabra alguna, para que su sonido no me atemorice ni me espante. Dicen por ello que estoy loco. Y hasta duermo de noche con las voces encendidas de la huerta.


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