miércoles, 24 de octubre de 2012

Los pájaros del sueño



Me ha despertado el sueño.
Olvido todos los sueños.
Y antes de dormir de nuevo,
en una hoja, despierto,
para que parezca cierto,
escribo sencillamente
el sentir de mi recuerdo:

Estoy en el pueblo. He llegado en autobús. Todo un lujo: no tener que sacar el coche y dar vueltas y más vueltas por callejones y manzanas en busca de un aparcamiento. Y de golpe, me encuentro inmerso en medio de una marea humana. Todos, uniformes, en la misma dirección, por una calle principal, muchedumbre, amontonados. Ando contra la multitud. Me abro paso como puedo. Por la vestimenta acicalada de la gente, parece domingo. Siempre es domingo en La Gran Manzana. Llevo una cámara de fotos, como si de turismo paseara por mi ciudad natal.

Todo está cambiado. No reconozco a nadie. No queda nada de la vieja Azulada. Las terrazas de los bares, abarrotadas de domingueros alegres. Hasta el espanto de ayer de los frisos de la cornisa de la Iglesia Vieja, es hoy bobalicona sonrisa. Y las postales que se venden en la Librería Botella no se diferencian de otra ciudad llana y blanda, que nada tiene que ver con la Azulada de ayer, temperamental y trágica. Las fachadas de los edificios son ciertamente hermosas, pero como las de otra calle Mayor cualquiera. Las casas no son tejavanas, ni de yeso y zócalos azules de cal, piedra y arena, ni íntimas, tampoco abiertas, como las de la Placeta donde me crié. Aquel pueblo tallaba el alma original y distinta de los niños que por allí vivíamos. Las ciudades de hoy, cortadas por el mismo patrón, laten todas monocordes y al unísono.

Allá al fondo, veo ahora, por encima de las cabezas de la gente, el busto de piedra de Azorín en el Parque. Intento hacerle una foto al autor de La voluntad. Al mirar por el objetivo, por mucho que busco y enfoco, no logro ver el encuadre del escritor en el visor óptico de la cámara. Repito esta acción varias veces: mirada visual previa a la cara enjuta y melancólica de Martínez Ruiz; luego, apunto para disparar. Y de nuevo pierdo la imagen del enmarque elegido en el visor de la cámara. Como si el de Monóvar se negara a ser interpretado por miradas modernistas. No quiere el escritor de la Generación del 98 ser leído por cristales ahumados, ojos espurios de color y pasta. Y tantas veces lo intento, que la máquina se rompe por la mitad. Aprieto los tornillos que sujetan su eje partido, pero no consigo arreglarla.

Y mientras entretenido estaba en la reparación de la máquina de retratar, soy sorprendido por un rápido pinchazo en el ángulo de carne entre el índice y mi dedo pulgar. Quien es feliz todo el tiempo -dice Umberto Eco- es un cretino. Dos muchachos de aspecto pijo, bien alimentados (por el color rollizo de sus caras), huyen de mi, no sin antes dejar clavado en mi mano un anzuelo del que penden dos golondrinas muertas. Consigo sacarme el anzuelo, y también desprenderme de los pájaros sin vida, aún calientes. No en cambio, del nailon, que cosido queda en la molla tenaza de mi mano derecha.

Del sueño de mi paseo por la ciudad de mi infancia poco queda. Al cabo de un rato, por fin consigo, tirando de un cabo, verme también libre de la atadura del hilo de pescar. Me despierto. El dinosaurio no estaba allí. Escribo el sueño.

Dejo la hoja de papel en la mesilla. Y antes de volverme a dormir, me fijo en la marca de mi mano. ¡Qué casualidad! Nací ya con esta cicatriz. Precisamente está en el mismo sitio donde los niños consentidos me han clavado el anzuelo.

Nunca supe donde se encuentra la ciudad de mis sueños. O tal vez, muertos, como los pájaros, los sueños sean capaces de sortear el huso del espacio y el tiempo.

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