miércoles, 19 de septiembre de 2012

Miguel Sanjuán




Estaba Miguel con Liborio Serrerías, el hijo de Liborio el albañil, y Pedro el tallista, festejando en el bar de La Zaranda su premio en el Certamen Regional de Pintores Jóvenes del Altiplano. Y al destapar Miguel la botella de vino, con tal fuerza el corcho fue a dar en el cristal del cuadro de Franco, colgado a su espalda, que la foto del Generalísimo (incluido el yugo y las flechas) cayó al suelo, como jinete abatido en plena guerra civil. Y luego, un trozo de la vida de Sanjuán, a la sombra en la Prisión Provincial.

Desde la altura de la terraza, lleva Miguel ya un tiempo observando allá a lo lejos la torre de la vieja iglesia. Vive el pintor en lo que antiguamente fueron las cuevas del Saliente, en las afueras de la ciudad, sobre una pequeña explanada a la izquierda del Cerro del Castillo. Este barrio aún conserva su estilo antiguo y fresco. Aquí alquiló Miguel Sanjuan, después de salir de la cárcel, esta vivienda a la viuda de Fulgencio el cocinetero.

Los críticos de la obra de Sanjuán no se explican cómo, de persona tan jovial y festiva, salen cuadros cargados de tanta nostalgia y tristeza. Y es que en aquellos años de dictadura no se podía pintar de otra manera. La pintura era la contribución de Miguel, su revolución particular, por las libertades secuestradas.

Miguel Sanjuán quiere dejar atrás el negro trazo de su romanticismo trágico. Quiere abrir su arte a nuevos vientos, donde el azul y el aire sean sus colores preferidos. Quiere el pintor que su obra, por encima de particularismos y divergencias, hable y trascienda, salve a la humanidad de su cinismo. En la parte más alta de la casa, Miguel habilita su estudio, una espaciosa estancia iluminada por un gran ventanal al Levante. Como la sala de máquinas de un barco, el amplio salón se abre camino al amanecer entre las olas de los tejados de un mar de calles anchas y bien alienadas. Los distintos tonos de ocre y verde de los campos que el joven pintor a lo lejos contempla, serán su gama preferida para su exposición a finales de año en la Casa de la Cultura.

Desde su terraza, Miguel lleva ya más de un mes sin conseguir interiorizar los azules del cielo. Una maraña de nubes anda siempre enredada en los aleros del campanario. El gris piramidal de la torre de la vieja iglesia enturbia la mirada del pintor. Su imaginación vendada. La aguja del capitel del templo, espada de cristiandades y cruzadas, ahuyenta todo color que se acerca al recinto sagrado. Pero lo que más le intriga a Miguel, es no ver pájaro alguno por los alrededores del templo. Se vino a vivir a esta casa precisamente para pintar El vuelo que canta. Este será el título de su próxima exposición. Quiere Miguel, como hicieron Dalí, Picasso y Alberti, pintar una paloma. Es el instinto de todo artista en épocas de tribulación y servidumbres, de tinieblas y penumbras.

La Iglesia lleva cerrada al culto mucho tiempo. A cal y canto sellada. Nadie sabe por qué. Y esta ignorancia, alimentada a su vez por la necesidad de los vecinos de atribuir al misterio la explicación de sus penurias, hace que Miguel piense en una maldición, un hechizo. Alguien, el destino, la historia, un fantasma, no quiere que Miguel salga de sus tonos sombríos. A este paso, su exposición no estará lista para Navidad.

Quería Miguel pintar el canto azul de la paloma para que su dulce vuelo hiciera sonreír a las lúgubres caras de la cornisa de la torre. Quería el pintor con sus pinceles pasar del negro al verde, del gris al amarillo. Imposible.

Y es ahora cuando Miguel, el pintor que nunca perdió la sonrisa, exclama enfurecido, como lo hiciera también, el protagonista de aquel otro relato -Rocket- de un paisano suyo:

¡Eso es lo que es el cielo, una meada de fetos, comadreja inmunda, sin parir nunca mi paloma deseada!

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