martes, 28 de febrero de 2012

Pan a perro ajeno


Once de octubre del cuarenta y tres. Aquella mañana, el hombre frente a un folio en blanco, coge la pluma, la tira al suelo y, como quien aplasta una cucaracha, la descuartiza con la suela del zapato. Luego con sumo cuidado, cual niño que coge del gallinero un huevo, con sus manos temblorosas dobla el folio todavía por escribir. Y junto a lo que queda de la pluma, en un todo envuelto, mete ambas cosas dentro del estuche de cuero.

Si alguien viera la rabia reflejada en la cara del hombre y el consiguiente esmero de guardar los restos de la estilográfica con aquella veneración, pensaría que el hombre, o está loco, o tal vez, arrepentido por aquel destrozo. Después, el escritor abre el cajón de la mesa, y en su fondo, tras una caja de puros y detrás de un bote de las copia de todas las llaves de la casa, guarda escondido el estuche. Luego cierra el cajón de un golpe brusco como queriéndose olvidar para siempre de aquel asunto.

Frente a la adversidad y la rutina, el escribir mantenía hasta ahora en pié al escritor. La escritura era lo único que daba sentido a su vida. Por eso, repito, cualquiera que hubiera contemplado a este hombre actuar de manera tan disparatada, no dudaría en comparar al escritor con un suicida que se quita la vida colgándose de una viga. Pero ¿qué vida, la que este individuo tenía como escritor, o la que vivía como hombre?

El anónimo testigo, que aquel once de octubre vio como el hombre se deshacía de sus aperos de escribir, se equivocaba como de aquí a Lima, si creía que el hombre se desprendía de aquellos útiles por desesperación o despecho.

La verdad es que aquel día, el escritor llegó a la determinación de no escribir más. Pensó que si transformaba sus sentimientos e ideas en letras, éstas se volatilizarían; sus alegrías convertidas en palabras tristes quedarían; y ya no les pertenecerían, serían patrimonio del texto, del lector, tomarían cuerpo en otra cosa; y sus amores y deseos por tanto, disfrazados en grafías, ya no podría vivirlos como suyos. Quien da pan a perro ajeno, pierde el pan y pierde el perro.

Hoy, hace de aquello siete años, la mujer del hombre busca las llaves de la puerta de la cochera. Por fin da con el cajón donde su marido guardó tiempo atrás la vieja estilográfica. Abre el estuche, y desdobla el folio que envuelve la pluma. En el papel no hay nada escrito, tan sólo en su cabecera, una fecha: 11-10-43, el día que nació su marido.

Y nunca la mujer pudo saber si su marido murió por dejar de escribir, o tal vez dejara de escribir para no delegar su vida en la vanidad de la escritura.

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