Estaba el abuelo y su nieta viendo como un regimiento de hormigas salía por debajo de la puerta clara del corral. Ligeras y afanosas portaban el grano que le quitaban a las gallinas. Y en formación alineada como a golpe de tambores se dirigían a su agujero junto a la pileta del agua donde escondían sus provisiones.
Y pregunta la niña:
¿Sabes, abuelo, por qué las hormigas no se diferencian unas de otras? Las veo a todas iguales. Y no sé cual de ellas está triste o cansada, como tampoco sé si habrán entre ellas unas más guapas que otras.Al abuelo estos insectos nunca le llamaron la atención; al contrario, le caían mal, ya no por su acaparador instinto, sino porque con su patear gregario y pringoso cubrían de plagas sus naranjos.
Pero el abuelo no quiere contaminar a la niña con sus aprensiones de viejo segregacionista. Además hace tan sólo unas horas que alguien le dijo no son nada las tardes sino se las ayuda pensándola. Tal vez por eso se sobrepone a su elitismo de especie sapiens y privilegiada, y le responde a la nieta:
Para que las hormigas salgan de su anonimato, uniformidad e indiferencia, para que no sean ajenas a nosotros ni a ellas mismas, para que en definitiva vivan y sean, debemos pintarlas con nuestras mejores ideas y deseos, debemos pensar en ellas.Luego la nieta y el abuelo se entretienen jugando con las hormigas. A una la hicieron reina, a otra generosa y holgazana, a esa la convencieron para que rompiera la formación, a aquella que dejara de correr y bailara una sardana, mientras las otras detenían también su marcha, y batían palmas de alegría a su alrededor.
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