Juré que nunca más la llamaría por su nombre; para que no me pasara lo de aquel burlador de Baco que al decir "calimocho" se le subió el vino a la cabeza y lo tuvieron que ingresar en el Morales por coma etílico. Palabras hay dotadas de un poder omnímodo que le ganaron la partida al mismo caos. La tierra era informe y vacía, las tinieblas cubrían el abismo y entonces Dios dijo: “Que se haga la luz”. Y la luz se hizo". (Genésis)
Sólo quería que aquella palabra dejara de atormentarme. Los miedos más dañinos son aquellos que ignoramos su procedencia. Desconocía yo su origen. No sabía si en su más hondo recoveco aquella palabra guardaba un atisbo de verdad, si se correspondía con alguna realidad creada, o tal vez era simplemente una entelequia, un conjuro maligno en manos de un ser cruel, un simple estado de mi mente, pura fenomenología.
No soy nada supersticioso, pero hago recuento, y cada vez que en el pasado escuché esta palabra, las desgracias se me amontonaron. Cuando las ondas fatídicas de esa palabra llegaban a mis oídos, araclanes y cocodrilos mordían las paredes de mi estómago. Y sus dentelladas me hacían pasar la noche en un aullido. Calderas de fuego levantaban ampollas de pus sobre mi carne llagada.
Sin embargo desde niño yo había experimentado el poder mágico de las palabras. Recuerdo el efecto milagroso del "sana, sanita, culito de rana" en boca de mi madre. El dolor, mi llantina desaparecían al momento. Como aquella vez que, estando yo relamiéndome de ganas por unas golosinas delante del escaparate de una pastalería cerrada a cal y canto, me acordé del"matayotes matayotetos cai panta matayotes" con que Chuchurubel abría las mazmorras del Castillo, y con el mismo énfasis misterioso que él las decía, las declamé yo confiado en su fuerza milagrosa; y al instante la dueña de la confitería salió a servirme en bandeja de plata mi chuchería preferida.
Justo lo contrario de esta palabra irredenta, maldita e impronunciable que, incluso después de haber abjurado de ella hace tiempo, aún hoy su olor a azufre envenena mi estancia. Ya en su día la declaré culpable de mis malestares, mano negra de mis apagones y fisuras, y causa principal de mis contradicciones y dicotomías. Desde la cátedra de la libertad inmune prometí nunca más invocarla ni tampoco oírla. La borré de mi diccionario; pero ya veis que su tormento aún aletea como buitre sobre la carroña de un recuerdo que no me abandona. Y tampoco os la voy a decir ahora, ni la palabra ni su autoría, para que el negro tufo de su pronunciación no salpique vuestra merecida inocencia. Que las palabras se crearon para la imaginación de un mundo de ilusión y fantasía, para salvar de la hecatombe al mundo se hicieron, y no para bombardear a unos pobres niños en una contienda sin fuste.
Por eso ahora escribo esta palabra con tinta de limón. Y mañana antes de que salga el sol quemaré el trozo de papel escrito; y luego tiraré sus cenizas al río para verme por siempre libre de los dardos de su infernal poderío.
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