miércoles, 21 de diciembre de 2011

El zapatico de lana



Antes de que el abuelo emprenda su caminata, los ojos de la nieta ya lo esperan en el recodo donde florece el hinojo y bailan las mariposas.

Arrastra el hombre con fuerza el fardo de su esperanza por una empinada cuesta. Las horas van más deprisa que sus pies de tropezones.

El ribazo de la senda huele a bendición y a lluvia. La luna lleva un aro encima de su cabeza, que la tierra respira reseca desde la última siembra.

Hoy se casa cenicienta y la nieta y el abuelo se dirigen a esa fiesta. La niña se bebe el camino con su sonrisa de fresa. El abuelo más despacio, que le pesan las albardas, sus oliveras labradas y el costal de sus almendras, se detiene en el cañar para hacerle a su nieta un caramillo con una caña sin nudos, para que la niña cante libres romanzas en la boda soberana.

La tarde se asoma por los cristales de un tren en marcha, y las hileras de cepas allá a lo lejos se pierden entre los pámpanos morados por la nostalgia dorada. Ha pasado el mediodía y allá en la lontananza el sol aguarda a la tarde en las puertas del convite.

El abuelo y la nieta llegan los dos al jolgorio. La nieta rebulle de gozo. Los camareros, palomas blancas, sirven bandejas de anhelos, utopías desgranadas, felicidad para todos, brindis a manos llenas. Y entre sidras y algazara, ¡válgame, que se le pierde a la nieta su botica de lana!

El abuelo es una silla en la que todo el mundo se sienta, no siente las complacencias porque la botica de lana se le ha perdido a la nena. Se acuerda de cenicienta, del beso de aquella novia que colgada de los ojos de un príncipe a media noche se inmoló para el resto de su pena.

La niña de un año apenas gatea en busca de su botica. Su abuelo la pierde de vista. Las espinas de la rosa del ojal de su chaqueta se le clavan en el pecho. Y exclama a grito herido en medio de la concurrencia: ¡No, que se pierdan las joyas de la corona, las arcas del Vaticano, las comisiones corruptas, los políticos nefandos, el pedrisco y la vergüenza, pero mi niña, no, que si no me muero yo!

Después del susto viene la calma. El abuelo ve a la nieta a gatas por el salón, contenta con sus diez meses de aroma en rama, con sus manos dadivosas diciendo hola a la luna que se asoma al festín por la ventana, a los pajes, al padrino, a la flor de su solapa. La nieta airea un capullo, su vida fresca, por el protocolo de esta boda. Ha perdido su zapatico de cenicienta y lo busca por debajo de las mesas, en las notas de una música, por la nata de la tarta, por el néctar de las copas, en los brazos de una danza. No se amedrenta esta niña, no espera ajena en su casa cual Penélope al Ulises de sus Ítacas lloradas. La montaña va a Mahoma.

Son las doce de la noche. El sol brilla en las tinieblas. La niña sigue buscando su zapatico de lana. Sabe que en algún rincón se esconderá una botica, la suya, la que su padre y su madre le tejieron al calor de los geranios de una siesta en primavera.

En lo alto de una torre un niño a la niña muestra el zapatico de lana entre los vítores de una boda muy sonada. El príncipe calza a la nieta. Y el abuelo muy contento le canta a su cinderella nanas a la luz de la alborada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario