Al autor le gustaba rematar sus cuentos con festones encrespados de confusión, ambivalencia, de incertidumbres, de estrambotes y de puntos suspensivos relacionados con cualquier cosa indefinida, es decir, con nada. Todo lo contrario de como acaban la películas monumentales, con ese largo camino de olmos que se aleja poco a poco de la sala hacia el fondo de un final completo, feliz y previsible.
Jugar con su ironía al despiste, al doble sentido se le daba bien al escritor, ponía nervioso al lector, y éste no sabía como tomarse las historias, si en broma o en serio. Ello tenía su inconveniente: algunos tachaban al escritor de tarambana e hilarante, y en el mejor de los casos: oscuro e incomprendido.
Es verdad que a veces el autor, por no saber resolver el problema que él mismo había tramado, se comía el desenlace, y complaciente hacía como que dejaba a los lectores que fueran ellos mismos co-autores también de su relato. Y si alguien le increpaba por no saber ultimar o redondear lo escrito, se defendía distinguiendo entre texto oculto y texto visible; y añadía para darle más relevancia a su argumento:
No crean ustedes que yo presupongo el texto implícito. Si no hago mención a lo que doy por sabido, es porque ni yo mismo tengo conocimiento del caso, de su desatado nudo y de los enredos subyacentes. Sólo cuando leo vuestros comentarios me maravillo de lo que fui capaz de decir sin decirlo. O como acostumbra a decir Antonio Gamoneda: "yo no sé lo que sé hasta que me lo dice mis propias palabras escritas, y a veces ni siquiera entonces".
Y a su modesto y subliminal racionamiento el escritor añadía como colofón aquella concurrida estrofa del magistral soneto V de Garcilaso:
Escrito está en mi alma vuestro gesto,
y cuanto yo escribir de vos deseo;
vos sola lo escribisteis, y lo leotan sólo,
que aun de vos me guardo en esto.
Un escritor con recursos...
ResponderEliminarUn abrazo