miércoles, 17 de agosto de 2011

El alma de las aves



Siempre que mato a una gallina me arrepiento sin enmienda. Tú te escandalizas porque cuando comes pollo, nunca te preguntas por el alma de las aves. Tan sólo te limitas a comer su carne, a paladear sus apagados vuelos, a degustar sus degollados sueños, tu sabroso caldo de pelotas.

Nunca viste sus ojos en blanco, los gritos, su cacarear infinito, su cabeza inerte, despendolada, colgando, echando espumarajos por el pico. Yo las mato limpiamente; y a solas. No les miro ni a la cresta, no me implico con sus convulsiones airadas de protesta. No podría matarlas de otra manera, sobre todo porque las alimento yo mismo como a reinas, con pienso de primera, verdolagas, con los mejores desperdicios de tomate, de paella, de mi ocio jubilero.

Esta es mi técnica. Cojo el palo de la escoba. Luego a la gallina más vieja, la que dejó de poner huevos, la sujeto de las patas. Sobre su cuello en cruz contra el suelo coloco el palo atravesado. Lo piso fuerte con los pies, al tiempo que con ganas tiro de la gallina hasta sentir un ligero dislocamiento en su cerviz.

Hoy el sacrificio de la gallina no resultó tan profesional e hipócrita. Tal vez estuviera nervioso, o menos centrado en la tarea por haber empatado el Barsa. Lo cierto es que la gallina tenía el cuello muy delgado. Y nada más tirar hacia mí de sus patas, me quedé con el ave, aún viva, aleteando en mis manos; y en el suelo, separado de su cuerpo delirando, quedó su cabeza desangrada.

Del lugar de la ejecución al gancho donde acostumbro colgar la gallina muerta antes de desplumarla en agua caliente, tan solo un paso. Del desmochado cuello, gotas de sangre en hilera salpican sobre las losas del suelo. Y con instinto atávico y disposición congénita me pongo rápido a limpiar con la fregona todo el estropicio del crimen. El sol del día es fuerte. Necesito más de cinco cubos de agua con lejía para borrar las manchas, que cual galipote rojo se han adherido como demonios secos en la piedra loca de mi moral ornitológica. No sabía yo lo que cuesta borrar la sangre, el vestigio de la vida.

Por eso no me extraña que al amigo de Bukowski lo abandonara su novia tras haber presenciado como el novio se deshacía de aquellos pollos que cual bellacos se resistían a morir a martillazos.

Bukowski (Cartas de un viejo indecente)

2 comentarios:

  1. ¡Ah! Impresionante. Una vez presencié como la cocinera de nuestra familia mataba de esa forma un pavo. Nunca olvidaré la impresión.
    Sigue contando cosas así y me hago vegetariana, seguro.
    ¡Qué lastimica de animales!

    Un abrazo

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  2. que bien se lo voy a leer a mi mamá ella es quie se ocupa de eso la verdad a mi me dan lastima...

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