martes, 21 de julio de 2009

Soles turbios



Enfoqué el objetivo mil veces y de distintos ángulos y alturas a la caza de su rostro. Y no hubo plano ni perspectiva que me ofreciera la imagen que yo quería. No es que yo fuese un fotógrafo perfeccionista, ni mucho menos. Siempre fui amigo de lo natural y espontáneo. Pero aquella mañana de soles turbios la luz de su cara no se dejaba atrapar por mi cámara. Aquella mañana su natural y lúcida compostura me cegaba. Lux omnia confundet. Y no había manera que sonriera a mi capricho, que besara a mi modo, que mirara donde yo decía. Y de tanto contorsionar los músculos de la cara para aparentar la hermosura que que yo le pedía, la mujer se quedó sin su natural belleza. Sus tendones faciales se montaron unos sobre otro de manera tan fea que quedó su aspecto como un cromo, una mueca movida, ese tic que tanto desagrada e irrita la vista.

Y ya cansada de posar para nada, me dijo:
“¡Dispara ya!
Y llevado por el impulso de su exigencia, de su presencia aburrida, puse el dedo en el botón de la cámara, y al apretar, el rayo envenenado que salió del cañón de mis ojos la fulminó al instante. Cayó derrumbada al suelo. Quise ayudarla a levantarse, pero no sabía, no podía, ya era tarde. No quedó de ella ningún asidero de donde cogerla, tan sólo su sombra derramada e inalcanzable. Y aquella su generosidad de ser para mi como yo deseaba acabó por quitarle la vida.

Luego vino el juez y analizó sus cenizas esparcidas por el flash de mi mirada cruenta. Y encontró las huellas de mi ira repartidas por todos los rincones de su cuerpo carbonizado junto con el polvo desintegrador que yo previamente había puesto en el dispositivo de la máquina. Y con voz de oficio, acusador y contrariado me dijo el letrado:
“Si se hubiese usted conformado con la mujer tal como era, no tendría que lamentar ahora la cárcel real de su ausencia. Carrete velado.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario