
Aquella pieza se desprendería de la caja trasera del camión y vino a impactar en la cabeza del motorista. Nadie vio lo ocurrido. Ni siquiera el conductor del trailer. Y cuando encontraron en la A-23 el cuerpo sin vida de aquel joven recién casado, todos pensaron que se trataba de un accidente más de los miles que cada año escupen nuestras carreteras.
Luego in situ cuando los técnicos de la investigación encontraron aquel trozo de hierro con restos de la sangre del accidentado y vieron que pertenecía a la puerta de atrás de un camión, concluyeron que la muerte del joven fue producida por la colisión de aquel armatoste contra el cuerpo del infortunado.
Pero no acaba aquí la tragedia, que la víctima no descansa hasta que no demos con la palabra que produjo su muerte. Y de aquí el valor sanador del nombre. Y por eso andamos no sólo detrás de la matrícula del vehículo de donde cayó aquella pieza, sino que además necesitamos saber su aseguradora para que cargue con su responsabilidad si la hubiera.
Si yo fuera un mentalista de esos que saben captar las vibraciones de los objetos iría ahora mismo a la jefatura de tráfico cogería la pieza en cuestión, y con ella tocaría la parte más sensible de mi cuerpo, por ejemplo el envés de la muñeca de mi mano, como hace la mamá con el biberón antes de dárselo a su bebé. Y a tenor de su temperatura seguro que daría con lo que buscamos. Pues los objetos como las palabras, más allá de su materialidad y fonética, composición y gramática, según sea el calor y vibración que despiden, así nos revelan e indican la identidad de sus dueños y emisores.
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