
Lo bello es fácil de entender a simple vista, pero si te fijas bien, notarás que su evidente y grata claridad se deben a un tramado de complejidades internas; y sólo gracias a esta complicada disposición oculta de la belleza misma, es posible su contemplación obvia y apacible.
Y esa calma, por ejemplo, que mi madre ve en el amanecer suspendido y quieto, ajeno y libre de violencias estridentes, climáticas y cromáticas, donde el aire y los colores se detienen hasta parecer inexistentes, es consecuencia de toda una noche convulsa de tormentos, terrores y luchas intestinas, insomnios y combinación de miedos y arrebatos.
A madre le aterroriza el acostarse. Siempre es la última en hacerlo. Y es que ve en la cama su tumba, soledad negra, una manada de cuervos al acecho con las alas desplegadas en busca de sus vísceras malolientes. Y sin un marido que la abrace. Y no se acuesta hasta que su cuerpo se desploma contra su quebrada voluntad despierta. Y luego ya tumbada, entre las sábanas blancas, mortaja insomne, arranca cortinas, sube persianas, enciende lámparas y candiles, por ver si así más pronto viniera el alba.
Por fin el amanecer llama a la puerta de los ojos al raso de mi madre, ella los abre aún más si cabe. Y la noche se vuelve día, canción y transparencia. Ella transformada.
“¡Qué bella estás, madre, esta mañana!”
Que devoradora impotencia el sentir tan de cerca el miedo de una madre, de comprenderlo y hasta, en cierto modo, compartirlo.
ResponderEliminarAnte la proximidad del último viaje, la magnitud de la soledad. Solos ante el último aliento que nos llevará como nos trajo, desnudos, como los hijos de la mar que dijo el poeta. Siquiera los recuerdos, porque cuando llega la hora de partir, lo único que nos preocupa de verdad es si despertaremos al amanecer. Si veremos el nuevo día. Si bien, para morir sólo hace falta una cosa, estar vivo.