
El pasado, tormenta inesperada, de golpe se echa encima. Y todo el ayer y el hoy, revueltos, llueven chuzos de punta sobre la cabeza traviscorneada de un griposo. Y la memoria olvidada saca burla al presente con su lengua salitrosa y sucia. Treinta y nueve de fiebre.
Una viga de recuerdos resucitados, cárceles de iglesia y tumbas oprimen su estómago mareado por la locura de un tiempo que no acierta ni la estación, ni el año. Los números del reloj se salen de la esfera; y las horas andan desordenadas por los senderos del tiempo que busca en vano las doce campanadas, la hora de su aspirina. Vómitos, arcadas, y una letra impagada por un trabajo hecho a conciencia en otra fecha, responsabilidad de su juventud inexperta.
La habitación despide un fuerte olor a gas. Y la mujer que le acompaña le dice:
“No te preocupes. Es cebolla partida. Te vendrá bien para el resfriado.”Y esta acidez que le viene de abajo y de más allá no se le quita por mucha menta que chafen sus dientes erizados. Y el griposo echa mano a la petaca de la hierba luisa por ver si su mareo y espanto se deshacen en el agua azucarada con limón y bicarbonato.
Y aquellas felices brisas que vivió cuando era apóstol de una onegé, hoy acusada de corrupción fraudulenta, lo tambalean hasta dar con su cabeza en una palangana donde su desengaño de hoy, sus esperanzas pasadas vierte cual toro degollado. Y el presente remueve el pasado con tanta rabia que aquel suave viento de su juventud ardiente se mezcla con el tiritar de los sudores fríos de la calentura de ahora.
Y la mujer que le acompaña lo tranquiliza de nuevo:
“No sufras, el pasado no existe. Y este moqueo del alma, agarrotamiento de tus días que de golpe irrumpe ahora en tu vida, créeme se te pasará de igual manera.”
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