
Esta mañana en lugar de ver amanecer me entretuve en el Maurithsuis de la Haya, me gocé con la Mona Lisa del Norte, con el óleo sobre tabla de la “Joven con perla” de Johannes Vermeer.
A la perla le va el blanco. Ese color negado de sombreados. Sin realces ni borrones, como tus ojos claros llenos de verdad infinita entre la candidez y el tranquilo sobresalto.
Y al ser sorprendida por la diáfana luz, el encanto de tu cara además de inocencia, derrama, se inunda de un mar de simplicidad absoluta.
A la perla como a tus labios le sobran los piercings, que la belleza no necesita de adornos ni ser maquillada por carmines baratos. El más caro es el natural. Ese brillo cuyo aceite no se consigue en farmacias sino que sale instintivo de las profundidades de lo espontáneo, la almazara de tu sentir más sincero, sin tatuajes ni troquelados en serie.
Y tu mirar con ser oblicuo es perpendicular, sin engaño, directo. Y yo miro lo que veo, la cal limpia de tu cuello, la tímida sensualidad de tu boca entreabierta, su pureza, el azul de tu pañuelo, la colmena de tus labios cuya miel para ser dulce no necesita de edulcorantes ni apaños.
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