
Era una regalada. Hacía asco de todo. Eso pensaba yo. De seguir con actitud tan despechada aquella bella durmiente se quedaría sin príncipe que alentara su carne pajiza; o para ser más claro, hoy mi menda estaría con tres palmos de narices sin su mujer del alma.
¡Si hasta a Dios le gusta el pingüe! le decía yo a esta hermosa zagala para que no me diera calabazas.
Ella pasaba de mi como pasa el forajido, el saltador de una hoguera, como anda el peregrino descalzo y aprisa sobre el asfalto caliente hacia la ermita del santo patrono.
Pero yo de cortejarla no paraba. Dentro de mi y de la madre tierra, del universo entero se cocía una fuerza, instinto que llaman, y que de llamear no cesaba. Y si acaso aquella danza agitada del apareamiento hubiera cesado, los mares hubieran dejado de mesar sus olas, el río de hacer sonreír a las piedras de la ribera, el aire de silbar romanzas y las nubes de acariciar los sueños de las montañas.
Si no existiera el inevitable deseo por el ajuntamiento físico, la fusión molecular de ese abrazo entre pecho y pecho de dos seres de la misma especie, simplemente no seríamos le dije yo a la que hoy es mi mujer, como no son fuego el oxígeno y el gas cada uno separado por su lado.
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