jueves, 29 de enero de 2009

Cortejo


Era una regalada. Hacía asco de todo. Eso pensaba yo. De seguir con actitud tan despechada aquella bella durmiente se quedaría sin príncipe que alentara su carne pajiza; o para ser más claro, hoy mi menda estaría con tres palmos de narices sin su mujer del alma.

¡Si hasta a Dios le gusta el pingüe! le decía yo a esta hermosa zagala para que no me diera calabazas.

Ella pasaba de mi como pasa el forajido, el saltador de una hoguera, como anda el peregrino descalzo y aprisa sobre el asfalto caliente hacia la ermita del santo patrono.

Pero yo de cortejarla no paraba. Dentro de mi y de la madre tierra, del universo entero se cocía una fuerza, instinto que llaman, y que de llamear no cesaba. Y si acaso aquella danza agitada del apareamiento hubiera cesado, los mares hubieran dejado de mesar sus olas, el río de hacer sonreír a las piedras de la ribera, el aire de silbar romanzas y las nubes de acariciar los sueños de las montañas.

Si no existiera el inevitable deseo por el ajuntamiento físico, la fusión molecular de ese abrazo entre pecho y pecho de dos seres de la misma especie, simplemente no seríamos le dije yo a la que hoy es mi mujer, como no son fuego el oxígeno y el gas cada uno separado por su lado.

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