Si yo fuese el abuelo de Saramago antes de morir también me despediría del olivo que alegra la entrada de mi casa, me abrazaría a su tronco y no me despegaría de sus brazos hasta que la muerte arrancase la última bocanada de mis entrañas. Y por supuesto también correría hacia los naranjos, besaría su tierna corteza y guardaría el azahar como bálsamo funerario, antídoto y eterno remedio contra la podredumbre y el óxido de las aguas de Estigia. No me olvidaría tampoco de las cinco gallinas que picotean festivas entre el verde, el rojo y el amarillo de las verdolagas del huerto; les agradecería su generosidad diaria, el caldo y sus huevos; y bien que le encargaría al avispado gallo que no dejara de guardar a sus compañeras con el celo alegre de sus caracoleos amatorios.
Esta mañana remuevo con el estiércol del gallinero la tierra de los árboles y les digo a mi mujer y a mis hijos:
“Mañana, cuando yo no esté, si queréis veros conmigo, hablarle a la higuera y al manzano, a la palmera y a la jacaranda, que un muerto donde menos está es quieto y agusanado en su tumba."Un muerto, si vive, está sobre todo en aquellas cosas por las que entregó su vida.
Yo tuve un amigo (aún lo tengo) que antes de morir vino a despedirse de las habas que planté aquel otoño.